Capítulo 1: Cómo era.

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  En el peor de los casos, habría muerto nada más nacer, sin probar la vida.
Pero no lo hizo.
Ese roble vivió más de doscientos años, eso me han dicho. Cuando llegué y lo vi por primera vez llevaba allí una eternidad. Para mí siempre será eterno, pero mi "siempre" no abarca ni siquiera la mitad de su existencia.

 A veces el hielo le provocaba un dolor agudo al retorcer sus resinas. El suelo se secaba demasiado y sus raíces se entumecían en otras ocasiones, pero todo valía la pena por vivir junto a los suyos, donde se mantuvo durante toda la eternidad de sus años. 

Parece absurdo y aburrido.

Dejadme reconocer que al principio lo era; cuando era joven se preguntaba qué habría al otro lado del camino, incluso al otro lado del río.
Por supuesto que quería recorrer el mundo, sobrepasar las montañas que aún veo cuando salgo a pasear, pero acabó comprendiendo y aceptando que debía quedarse allí para siempre. 

No estaba nada mal teniendo en consideración la cantidad de hermosuras que colmaban su prado. La familia, los amigos. Sabía que no podía aburrirse, después de todo. No le preocupaban las amenazas; el prado entero vivía en una armonía envidiable, silenciosa y ruidosa a la vez. Naturaleza, a fin de cuentas.

Lo que le perturbaba realmente era el cambio; el paso del tiempo y el transcurrir de las cosas.
Al fin y al cabo, el transcurrir era lo único que tenía y al mismo tiempo lo único que podía traicionarle.

Al principio , cuando asomó sus primeros brotes, todo era para ellos: la pradera era hermosa y se extendía hasta el pie de la montaña, el roble creía que era infinita. Los primeros años fueron duros, una clara lucha por la supervivencia, afán por sujetarse al suelo y sobrevivir a la violencia de las tormentas, valor para superar los calurosos y secos meses de verano con su escaso tronquito que parecía que se iba a partir. Nunca perdió su intención de aferrarse a la vida.

Cuando se hizo fuerte empezó a disfrutar del lugar igual que sus compañeros. Conoció a los mamíferos, que hacían madrigueras cerca de él habitualmente. Aún era jóven para tener pájaros en la cabeza, pensaba, aunque en realidad se moría de ganas de que un gorrión anidase en sus ramas. 

Los días de fiesta no podían faltar en la pradera. En primavera se sumaba todo el mundo, daban la bienvenida a las flores, a las nuevas criaturas, los colores eran intensos. Los cerezos, presumidos, vestían de rosa y blanco. El roble se quedaba fascinado. 

Incluso el viento se animaba a participar, sobretodo en los días otoñales. Cuando todos lucían sus colores y hojas tostadas, el viento hacía agitar las ramas, bailaba con ellos, ponía la música y todos cantaban. 

El viento. Él sí que era eterno. El roble le celaba, podía recorrer kilómetros a velocidad de vértigo. Siempre se colaba entre los huecos, hacía sonidos, movía las hojas, las nubes, el polen, la vida. El viento movía el mundo.

El roble sabía que no podría moverse de allí. Pero no le importaba. 

Tenía su pradera y en ella sus raíces, cada vez más profundas.



Entonces, llegaron las personas.  

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⏰ Última actualización: Aug 22, 2016 ⏰

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