La manzana chorrea su jugo dulce por el borde de esos labios mulatos que tanto amor han atrapado por dinero. Elvira, entonces, se seca el líquido con la muñeca a modo de escobazo, y tira el resto de la manzana mordida, mientras, sigilosamente, un coche se acerca.
El día que la negra, su madre, la parió llorando en la corrala frente al Malecón, se había anunciado la muerte del Che en la jungla bolivariana. No se supo muy bien por qué la negra tan joven murió a los pocos meses. Algunos dijeron que se había infestado de hombres, y otros que de la pena que se agarró por lo del Che. Lo cierto es que a la niña se la quedó Doña Elvira, una matrona gallega vecina del la corrala, que decidió anotarla con su nombre de persona buena, para ver si a la niña se le iba su destino de puta o la pena con la que había nacido.
Zigzagueando su trasero caribeño se acomoda, como chicle, la tela roja de la falda a sus carnes pulposas mientras, se acerca provocativamente al coche.
Por años Doña Elvira se había propuesto, a base de unguentos y tirones alisadores, domarle ese pelo crespado a la niña, pero no hubo caso y terminó tirando cepillos y demás pastiches capilares y dejar que la Elvira luciera su crespa cubana al sol.
El hombre del coche baja la ventanilla y ella mete alegremente medio cuerpo dentro. El coche desaparece sin Elvira que vuelve acomodándose esos pechos que jamás llego a usar.
Desde hace ya un tiempo que rebajó unos pesos a sus honorarios morenos, pero aún así, todavía se la ve pasear altiva su destino de puta por el Malecón.