Tu cuerpo, un ser multilingüe que habla si te lo propones. Instintivo y sensor, almacena las huellas. Es un mensajero. Lleva información almacenada por largo tiempo. Dotada de ojos doble pares, unos para ir por ahí donde hay que ir, y los otros de brillar expectantes, a la espera del momento justo. Solías plantarte a mirar, con recelo, quisquillosa si te increpaban quienes viven la vida de los demás. No pensabas, no es lo que sueles hacer, sólo te veía allí plantada siendo testigo del viento las veces que en las tardes hacía sol y por la ventana de la casa de campo de tus padres, ponías la minúscula silla en la que leías de pequeña y ahora si acaso cabía tu monumental culo que yo moldeaba con locura y excitación la noche anterior. Y allí estábamos, deambulando unas vacaciones en un sitio que traía muchos recuerdos para vos. Yo traduje todos los gestos, tuyos del lugar y el perro, como suelo hacerlo y buscaba palabras precisas para recordarlos después si es que intentaba escribirlo en algún momento. Te seguí, a todas partes iba contigo. Era tu sabueso y tras tu rastro y olor iba. Tú decidías siempre, obstinada insistías en la forma en que debíamos emplear el tiempo libre. Políglota en discursos hallaba las mejores respuestas que satisfacían tu ego. Y acariciaba tu piel para acallar los temores si padecías de síntomas extravagantes con nombres complicados de sujetos listísimos, americanos o europeos, quitándote la ropa de a poco porque así te sentías menos vulnerable, tan segura que con gestos tu cuerpo modelaba posturas multilingües de fornicación.