2. Fantasmas torpes

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La clase de cálculo era un martirio para mi adormilado consciente. A mi lado estaba mi compañera Sasha, lo más cercano a una amiga, se encontraba anotando todo lo que el profesor escribía en el pizarrón.

A diferencia de otras chicas, ella era tranquila, amable y capaz de soportar mis rarezas, al menos la mayoría de ellas. La chica de melena castaña notó mi mirada puesta en ella y se volvió a verme. Sonreí y ella me regresó el gesto.

-esos gestos no van contigo

Rodé los ojos ante el comentario de Nathaniel y volví a concentrar mi atención en el pizarrón donde solo había números y letras y símbolos que ni el mejor experto en garabatos entendería. Para mi suerte el salón estaba más dormido que despierto, por lo que podía escaparme de la clase sin problema.

-por fin tienes una buena idea

-siempre las tengo

Frederick, Nathaniel y Antoni caminaron hacia la salida sin problema alguno, mientras yo me arrastraba por el suelo para evitar que el profesor me viera. No quería volver a la oficina de la directora por culpa de mi falta de amor a las matemáticas.

-si al menos tuvieras la confianza que tengo yo, no tendrías por qué salir arrastras de tu aula

-si tuviera tu confianza estaría muerta al igual que tu Frederick

El gánster enarcó una ceja mientras caminaba de espaldas y buscaba un cigarrillo en el bolsillo de su saco. A veces ser un fantasma tenía sus ventajas, pero obviamente solo la disfrutas cuando lo eres, o al menos cuando aprendes a usar tu herencia a tu favor.

-quiero ir al barranco

Fruncí el ceño y negué con la cabeza ante la idea de Nathaniel.

-no iré al barranco contigo, la última vez me arrojaste al vacío

-solo estaba probando si podías volar

Nathaniel soltó una carcajada y solo causo que me enfadara más. Mi puño voló a su hombro, pero no puedes golpear a un fantasma a menos que este lo permita, y Nathaniel no era estúpido, al menos no tanto, no después de la golpiza que le puse a los trece por haber incendiado una de las habitaciones de la casa de mi familia.

Nathaniel, Frederick, Antoni y yo vivíamos en la vieja casa ancestral que construyeron mis tátara tátara tátara tátara abuelos, aunque las tierras pertenecieron a mi familia desde años antes, pero eso ya no era de mi incumbencia. Era una casa antigua de estilo gótico de madera de los bosques de la zona cortados personalmente por mis ancestros. Dentro habían diez habitaciones, seis baños, cuatro estudios, una biblioteca equivalente a tres recamaras juntas, un salón para bailes o cenas importantes, una cocina bastante amplia, un comedor, una sala inmensa, un vestíbulo incluso más grande que la sala, dos bodegas, un sótano, un ático. Por fuera era otra historia.

Al parecer a mis ancestros les parecía muy lujoso y elegante poseer un jardín de proporciones descomunales. Era incapaz de ver el final del jardín desde mi ventana, y eso que dormía en el tercer piso de la casa. Todo el jardín se mantenía de un verde brillante y lleno de vida. Las flores pocas veces se marchitaban y los arboles siempre eran podados. Había aproximadamente seis fuentes distribuidas por el jardín, al parecer mi familia las consideraba como una especie de símbolo importante. Incluso tenían su propio laberinto.

En fin. La casa es grande y lujosa, pero para una chica que vive solo con tres sujetos muertos, resulta exageradamente grande, por lo que a mis doce años decidí convertirla en una casa hogar para chicos huérfanos o que sufrían de problemas de abuso físico y psicológico. Xavier, el mayordomo de la familia desde hace poco más de un siglo, se enfadó cuando abrí las puertas a desconocidos. Él estaba muy atado a las reglas que mi familia mantenía, y una de ellas era ser reservados y pasar desapercibidos, pero con tan descomunal construcción eso era casi imposible.

KENNINGAR: A las Sombra De Sus Alas #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora