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Cortinas color escarlata, paredes revestidas en dorado adornadas de las más lujosas reliquias que pertenecían a sus parientes más longevos e inexistentes en ese mundo era lo que se dibujaba ante sus ojos en la amplia habitación, con un olor a jazmines frescos que habían sido recién recogidos y acomodados en un enorme y valioso florero al costado de su cama, junto con un séquito de personas rodeando su lecho, dándole la bienvenida al nuevo día del príncipe, un nuevo día que ellos se encargarían de llenar con mimos, y dispuestos a cumplir todos los caprichos que al Príncipe se le apeteciera, porque sus pies de ser posible no podían tocar el piso, ya que este no sería digno ni de su tacto, como tampoco nadie sería digno de perderse en aquellas orbes avellana que cada día refulgían con vivacidad, a pesar de solo recibir venias por parte de todo el que se le cruzara.

Desperezó su cuerpo mientras desordenaba sus cabellos, y se preparaba para el típico ritual matutino, mientras los sirvientes se acercaban con cuidado hacia él, y lo despojaban de sus ligeras prendas que usaba para perderse en su sueño real, para después encaminarlo hacia su baño diario con las esencias florales más exclusivas de toda la colonia, aquellas flores recién sacadas de la pradera contigua al palacio, donde crecían exclusivamente para el uso del primogénito de los Chwe.

Y como siempre, cerraba los ojos y dejaba que los demás hagan el trabajo por él, vertiendo el agua temperada con sumo cuidado por su nívea y tersa piel, mientras jugaba con las burbujas que se formaban en aquella amplia bañera, y se perdía en sus más profundos pensamientos.

El príncipe Chwe siempre supo que el nacer en, literalmente, una cuna de oro, no lo hacía acreedor de la más gloriosa de las suertes.

Podía tener gente a su disposición, prestos en todo momento a realizar lo que a él le plazca, podía pedir el manjar más exquisito que hubiera en el otro lado del mundo, y le seria traído en un periodo de tiempo sumamente corto, como también si deseaba exterminar la existencia de alguien podía pedirlo con tranquilidad, su cabeza vendría en bandeja de plata en la brevedad.

Sabía muy bien que tenía un poder absoluto sobre todo lo que viera y deseara, y pronto ese poder se multiplicaría en un rango aún mayor.

Su nombre estaba en boca de todos los pueblerinos de la colonia, el Príncipe Vernon pronto contraería nupcias, eso era sabido por todos, a su padre cada vez los años le pesaban sobre los hombros y estos pintaban de nieve sus ya olvidados castaños cabellos.

Nadie sabía la identidad de la próxima heredera del trono, se rumoreaban nombres, su posible bella apariencia que dejaría en ridículo a las flores más bellas que podían adornar los Jardines Reales, una bella señorita que resaltara aún más la belleza que irradiaba el Príncipe, y eso muchas veces era muy difícil de concebir, pues su realeza estaba dotado de una belleza etérea tan masculina, que podía ser difícil de describir.

Las amplias y rizadas pestañas que acompañaban al brillo de sus ojos claros y pardos se complementaba con aquellos cabellos castaños que se acomodaban perfecta y delicadamente en tenues caídas sobre su rostro aún adolescente, pero donde ya podían verse signos de madures encaminado a una adultez, acompañado de un voz grave y seductora a los oídos que lo escucharan, sus existencia era sinónimo de perfección, una vida llena de los mejores augurios para una persona de solamente dieciocho años.

Sin embargo, lo que llevaba dentro suyo era una carga muy pesada para sus aún escasos años, porque los lujos y bienes no eran suficientes para un noble corazón exigente del calor abrazador de un sentimiento que él sentía nunca poder tener, o tal vez si lo tenía, pero era muy probable que debería dejarlo ir, por el bien de su reino, por el bien de los pobladores y por el bien de su familia y renombre.

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⏰ Última actualización: Aug 25, 2016 ⏰

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