24 / Febrero / 2009

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Ese frío, esa agonía, ese dolor no es más que un amargo recuerdo.
Todo lo que puede sentir ahora es un ligero cosquilleo en la punta de la nariz. Quizás así sea morir, primero un dolor insoportable que recorre todo tu cuerpo y después una pequeña sensación molesta en la cara, para finalmente no sentir nada. Pero pasan los segundos, los minutos y aún puede sentir ese cosquilleo en la nariz. Escucha un llanto, un pequeño pero firme llanto no muy lejos de él.
¿Estará muerto? Tal vez lo que siente es parte del infierno donde su alma se quedará atrapada para siempre. ¿Así será su infierno? ¿Él, recostado en una superficie dura con un molesto cosquilleo en la nariz y un llanto a lo lejos? Pero si puede sentir la dureza de la superficie y escuchar el llanto que no cesa... ¿podrá también ver?
Lentamente, Jonathan abre los ojos.
La luz de la luna le permite ver que el cosquilleo era causado por el césped que se mueve a voluntad de la brisa. Se levanta con cuidado sintiendo sus músculos rígidos y se pregunta cuánto tiempo estuvo tumbado en esas piedras.

–Qué extraño infierno –habla con voz ronca, como si no hubiera hablado en un tiempo.

Jonathan se soba la garganta irritada antes de ver el horizonte. Se encuentra en una especie de campo, junto a la costa, el terreno es irregular y peligroso.

–No es el infierno –dice una voz no muy lejos.

No muy lejos de él ve la silueta de una mujer sentada en una roca. Con cuidado, Jonathan se acerca, es un poco difícil por sus músculos medio dormidos. Cuando llega al lado de la mujer, puede ver que mantiene la cabeza baja, pendiente de lo que sea que cargue en su regazo

–¿Quién eres?

–Me sorprende que no reconozcas a tu madre, Jonathan.

Jonathan rodea a la mujer y ella levanta la cara, debe admitir que no se sorprende. Su piel es blanca de una forma inhumana, sus ojos son rojos igual que sus labios y su barbilla termina en una fina punta.

–¿Dónde estoy, Lilith? –exige saber.

–En casa.

–¿A qué te refieres?

Lilith no responde y comienza a mecer el bulto en sus brazos. Sólo entonces, Jonathan se da cuenta que lo que sea que esté produciendo el llanto está en los brazos de Lilith.

–Está inquieto –Lilith se levanta sin dejar de mecer el bulto–. Creo que deberías cargarlo.

–¿Cargar qué? –pregunta Jonathan con desconfianza.

Lilith sonríe de lado, acomoda el bulto en un brazo y con la mano libre retira la sabana negra para dejar ver el pequeño y regordete rostro de un bebé. El pequeño llora sin consuelo y eso hace que sus mejillas se tornen rosas, las cuales sobresalen en su pálida piel.

–¿Quién es?

–Estabas dispuesto a morir, Jonathan, con tal de ver sano y salvo a ese nefilim –dice Lilith sin responder a su pregunta–. Pero no podía permitir que mi único hijo, el único que lleva mi sangre, muriera sin dejar una huella en el mundo.

–Ya dejé una huella –Jonathan trata de retomar el hilo de la conversación–. Todos los cazadores de sombras me recordarán como a un monstruo.

–Pero no como a su rey, su conquistador –Lilith vuelve a cargar al bebé con sus dos brazos, pero no parece una gran mejora. El bebé sigue llorando–. Toda la gloria que debía ser tuya ahora lo es de Alexander. Lo creen un héroe, cuando no es más que un cobarde.

–Alec no es un cobarde. Es más valiente y fuerte que yo.

–No, hijo mío, nadie es más fuerte que tú y nadie se compara en valentía contigo. Ibas a morir, y como dije, no podía permitirlo.

–Estoy en el mundo mundano –concluyó sin preguntar y Lilith asintió–. Si piensas que trayéndome aquí voy a reiniciar mi matanza sin sentido, puedes olvidarlo. Yo ya no soy él, Sebastian murió hace mucho.

–Lo sé, ahora eres Jonathan.

–¿Entonces por qué me trajiste?

–Yo amaba a Adán, fui su primera esposa, pero no quería obedecerlo y Dios me castigó por ello. No podía tener hijos, sólo traer demonios a esta tierra, hasta que Valentine me dio la oportunidad de por lo menos ser parte de alguien. Te vigilé toda tu vida, te devolví del mundo de los muertos, te di poder ilimitado. Pensé que nunca podría volver a sentir algo parecido al amor después de Adán. Tú me mostraste lo contrario. No podía verte morir, Jonathan. No frente a mí y no de esa forma.

Jonathan se queda callado un momento, más por la sorpresa que otra cosa. Lilith, un demonio mayor, madre de los brujos y diosa demonio de los bebés muertos... lo ama. Lo ama lo suficiente para detener su tortura y regresarlo al mundo.

–Me salvaste –concluye anonadado.

–Lo hice.

–¿Y él? –Jonathan señala al bebé.

–Vi tu sueño, Jonathan, de ti junto a Alexander y un pequeño bebé rubio de ojos azules. No puedo tener hijos, pero tengo poder más allá de eso. Me escabullí en la habitación de Alexander en forma de sombra, extraje un poco de su esencia que combiné con la tuya y la transferí a este bebé mundano, que habían abandonado frente a una iglesia –Lilith mira al pequeño que parece haberse cansado de llorar, pero aún produce sonidos de protesta–. Ahora es tu hijo. Tuyo, para que puedas criarlo como quieras.

Lilith le ofrece al bebé y Jonathan lo recibe con cuidado. Es tan pequeño, tan frágil y tan cálido al tacto. Es hermoso.
El bebé parece notar la diferencia de brazos ya que deja de quejarse en cuanto él lo toma. Abre los ojos y Jonathan retiene un suspiro. Son azules, y no de cualquier azul, es ese azul que le hace pensar que tiene alma.

–Gracias –dice Jonathan sin dejar de ver al niño–. Gracias por...

Lilith se ha ido. Jonathan mira al rededor, no hay señales de ella.

–Parece que seremos tú y yo, Christian –Jonathan intenta desenvolver al pequeño para poder ver si tiene puesto un mameluco decente, si no es el caso, tendrá que conseguirle uno.

Y pañales, cientos y cientos de pañales, pero antes de comprobar si el pequeño tiene o no mameluco, de la manta caen rectángulos de papel que quedan esparcidos en el suelo. Con sólo ver la escritura en uno de esos rectángulos Jonathan sabe de lo que se trata.
Son las cartas de Alec.

Querido Magnus [tercera parte de Querido Alec]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora