Dan tenía ganas de vomitar.
La estrecha calle de grava que había empezado a recorrer unos ocho kilómetros antes hacía que su taxi se acudiera violentamente, y a eso se sumaban los nervios típicos del primer día de clases. El conductor no dejaba de quejarse de los posibles pinchazos y abolladuras que el camino le causaría al automóvil. Dan sólo esperaba que el taxista no pretendiera que él pagará los daños; el viaje desde el aeropuerto ya era bastante caro.
Aunque todavía era temprano en la tarde, afuera la luz era tenue a causa del denso bosque que bordeaba el camino. Sería fácil perderse en estos bosques pensó.
-¿sigues vivo allá atrás?
-¿cómo? Si, estoy bien- dijo Dan, y se dio cuenta que no había pronunciado palabra desde que se había subido-. Sólo que me gustaría llegar a una calle más plana.
Finalmente, llegaron a un claro del bosque y todo se iluminó con el sol de verano.
Ahí estaba: la Universidad de New Hampshire, donde pasaría las siguientes cinco semanas.
Este curso de verano había sido como una luz al final del túnel de todo el año escolar. Ahora pasaría tiempo con chicos que tenían ganas de aprender, que hacían su tarea de antemano y no apoyados contra su casillero, de forma descuidada y a toda prisa antes de que sonará el timbre. No podía esperar ahí. Por la ventana, reconoció edificios que vio en el sitio web de la Universidad. Se trataba de pintorescas construcciones coloniales hechas de ladrillo, situadas alrededor de un jardín con hierba verde esmeralda, impecablemente recortada. Dan sabía que estos eran los edificios académicos, donde se dictaban las clases. Ya había algunos estudiantes divirtiéndose con un frisbee en el jardín. ¿Cómo se habían hecho amigos tan rápido? Tal vez en este lugar era así de fácil.
El taxista se detuvo en una intersección sin saber hacia dónde avanzar. En diagonal hacia la derecha había una Iglesia, bonita, sencilla, con un campanario alto, y detrás, una hilera de casas.
Dan se inclinó hacia adelante y vio que el conductor encendía la direccional de la derecha.
-En realidad, es hacia la izquierda-dijo Dan de repente y volvió a unirse en su asiento.
El taxista se encogió de hombros.
- Si tu lo dices. Esta estúpida máquina no se decide-dijo, mientras golpeaba el GPS en el centro del tablero. El camino que el aparato había trazado parecía terminar allí.
-Es hacia la izquierda- repitió Dan, con menos seguridad esta vez. La verdad era que no estaba seguro de cómo sabía el camino; no lo había investigado de antemano, pero había algo acerca de esa Iglesia inmaculada que evocaba en el un recuerdo, o un presentimiento.
Tamborileo con los dedos sobre el asiento, impaciente por ver dónde viviría. La residencia habitual entraría en renovación durante el verano, asi que los estudiantes del curso se alojarian en un edificio más antiguo, llamado Brooklin, que los folletos con la información para matricularse describían como una " instalación dedicada a la salud mental en desuso y un sitio histórico". En otras palabras un manicomio.Le había resultado extraño que no hubiera fotos de Brooklin en el edificio, entendió la razón.
No importaba que la Universidad hubiera pintado recientemente las paredes exteriores o que un jardinero emprendedor hubiera exagerado un poco plantando montones de alegres y coloridas hortensias a lo largo del camino:Brooklin se alzaba imponente al final de la calle, como una advertencia.
Dan nunca habia creido que un edificio pudiera resultar amenazador, Pero Brooklin tenía ese efecto y más. Hasta parecía estar observandolo.
Regresa ahora, susurró una voz en su cabeza.
Dan se estremeció y comenzó a imaginar como debían haberse sentido los pacientes del manicomio en los viejos, tiempos cuando los ingresaban. ¿Sabrían lo que estaba sucediendo? ¿Algunos de ellos habrían tenido esa misma sensación de pánico, o estaban demasiado fuera de sí para comprenderlo?
Sacude la cabeza. Eran pensamientos ridículos... Él era un estudiante, no un paciente. Y, como les había asegurado a Paul y a Sandy, Brooklin ya no era un manicomio; había cerrado sus puertas en 1972, cuando la Universidad lo compró para crear una residencia mixta, con baños comunitarios y un Díselo funcional.
-Muy bien, ya estamos aquí- dijo el taxista, aunque se habían detenido unos diez metros de la entrada. Tal vez Dan no era el único a quien ese lugar le provocaba sensaciones extrañas.
De todos modos, buscó su dinero y le entregó tres de los billetes de veinte que sus padres le habían dado.
-Quedese con el cambio-dijo, mientras se bajaba del automóvil.
Algo acerca de arremangarse y tomar sus cosas de la cajuela hizo que, finalmente, el día se sintiera real. Un chico con una gorra azul pasó cerca de él, cargando una pila de cómics gastados. Dan sonrió. Mi gente, pensó. Entró en la residencia. Durante las siguientes cinco semanas, este sería su hogar.