Calígine

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Me había despertado con una sensación de olvido. La línea que me dividía correspondía a las palabras que tenía que escucharte decir para recomponerme y saber qué estaba quedándose atrás y cómo volver a pronunciar un nosotros que no estuviera roto. Me escuché decir con voz inaudible que sucedería de nuevo, pero no me movía para evitarlo. Mis pies permanecieron firmes en la misma porción del suelo durante horas mientras mis ojos esperaban que en la pared se dibujaran las respuestas.

Nunca llegaron así. Es curioso como solemos tener las respuestas a preguntas que no nos hemos formulado ni siquiera (y que pensamos que nunca surgirán para nosotros), pero cuando llegan, repentinas, violentas, esa certeza parece tambalearse con lo que dijimos que nunca haríamos. Desaparece. Y nuestras mentes, por instantes, parecen repletas de oraciones que poco o nada tienen que ver con lo que nos sucede. Soluciones a problemas que no existen, y contestaciones a otras preguntas que no son las que nos asaltan. Resulta hasta gracioso ver cómo incurrimos en lo que dijimos que jamás sería una debilidad para nosotros, pero ahí estamos, dándonos de bruces con la pared que tan bien conocíamos y con la que manteníamos una distancia prudencial, pero no suficiente. Es como esas promesas que hace la gente hoy en día. Esas promesas que no son capaces de cumplir.

Esa mañana de olvido me propuse reconstruirme a base de verdades mientras tú veías. Se trataba de ti, pero a fuerza de necesidad entendí que eso no consiste necesariamente en dejar de tratar conmigo y mi carácter. De hecho, mientras más se trate de lo que me falta, más estaré hablando de lo que tienes tú. Y para eso, me temo, tenía que recordar. No quería rellenar tu lugar con otros asuntos, pero me sorprendió ver que, fuera de estar contigo, poco había que hacer. No tenía opción.

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