XI ~ Todo bajo el cielo.

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Soryatani se puso en pie mientras la tarde se mostraba nubosa.
Dejó a sus pies un cuenco que horas antes contenía agua y que, ahora, sólo rebosaba vapor casi extinto del todo. La Ilonia asumió cuanto hubiese visto en las profundidades de una ensoñación inducida en trance como si todas esas imágenes sin hilar en la coherencia llegaran de golpe y formaran una figura desmembrada en su mente. Aun así le fue fácil unir los pedazos poco a poco, estremeciéndose. Había peligro, muchos peligros. Entre ellos, advirtió que su propio corazón sufriría y el destino de su pequeño mundo sangriento estaba en la cuerda floja.
Cubrió su cuerpo con una capa de lana blanca, pues tenía los senos al aire y la temperatura afuera había menguado considerablemente. A sus 22 años era una mujer poco culta sobre el mundo que les rodeaba, pero eso no dejaba duda alguna sobre su habilidad mágica como primeriza en las dotes de la videncia y oráculo. La madre de Qublei la aceptó como hija aunque naciese de la favorita rival del padre del Khan, y la mandó a aprender con un chamán las fuerzas de la tierra. Los perros grises y delgados en su puerta ladraron un par de veces y luego lloriquearon. Por eso supo que su hermano iba a llegar, y entró pocos segundos más tarde en la tienda. Qublei fijó su mirada en la de su hermana, los ojos de jade de ella eran todo un regalo a la vista ya que pequeños brillos, de un color de metal oxidado y vivo, marcaban las líneas más finas de sus iris verdosos.
—Soryatani. Disculpa que irrumpa así pero un asunto importante ha surgido y hay poco tiempo. Tenemos que hablar—.
La voz seria de Qublei significaba problemas. El Khan se sentó a su lado, rodeando sus esbeltos hombros con uno de sus hábiles brazos. Le besó las mejillas y le acarició la larga melena oscura, brillante en azul como el zafiro, a la luz de la fogata, aunque sin llamas cada hebra se mostraba negra y pura a la vez rebosando su propio brillo.
—¿Qué puedo hacer por ti, hermano?—suspiró ella sabiendo que las cosas que había visto escrutando en sus ratos de soledad estaban por venir.
—La alianza. El futuro... Te prometeré a Jerjegune, y sobre tus hombros caerá el peso y el honor de unir nuestras tribus. ¿Estás de acuerdo?—.
Soryatani se arrebujó en su capa de lana y puso su cabeza contra el pecho de Qublei. Estaba llorando. Su hermano la abrazó, besándole la frente al separarla de él con delicadeza mas la joven le miró con los ojos ardiendo de pena, y furia femenina como si contra ella se cometiera el mayor de los ultrajes.
—¡Antes que ése cerdo Aolita me pidiese en matrimonio, por la falsa paz que promete, preferiría la muerte!—.
El Khan se sintió algo mal. Había considerado la propuesta un mes antes, todo para unir las dos mitades de su tierra. O eso, o la guerra. Y ninguno quería hacer la guerra por una mujer. Desde sus 17 años más o menos no existía momento en el que no se hallara combatiendo sin pausa. Pese a ser pendenciero, ansiaba algo de tranquilidad, y más que eso, la paz. La batalla le tenía demasiado quemado el espíritu. Si entregando a su hermana todo eso convertía a Ilonia en una gran potencia unida que acaudillar en una rebelión conquistadora, ¿qué no sacrificaría? Pero su hermana... Uno de sus pilares en la vida...
¿Estaba tan dispuesto a entregarla sin más?
—Bueno, ya veremos eso de la boda con Jerjegune. Yo lo mataría antes de prometerte a él. Pero deberías mirar por tu pueblo, haz un esfuerzo, Soryatani. Con su ejército y el mío, seremos invencibles y Xihuan será nuestro. ¿Fallarás a tu Khan?—le insistió, mientras ella consentía sumisamente a la desagradable idea del matrimonio negando con la cabeza, —Entonces, piénsalo. Otro te entregaría lo quisieras o no pero pienso que si el eterno cielo dispusiera de mí ese mismo final, desearía con todas mis fuerzas que tú me dieras una opción. Cásate con mi enemigo y lo convertiremos en amigo. Tu gente siempre te amará por ese sacrificio. Y yo pondré de rodillas ante ti a nuestros opresores y te entregaré grandes provincias y un poder que ninguna mujer tendrá salvo tú. El festín tendrá lugar, gánate su afecto y muéstrale lo hermosa que eres de alma. Incluso la loba más delicada puede cambiar el temperamento del lobo más fiero—.
Entonces, él le besó la frente, y salió de la tienda, sin lindezas, dejando que llegara el tiempo de la decisión.
El sol estaba en medio del cielo aunque no se veía mucho, y algunos charquillos de barro estaban siendo pisoteados por los cascos de la guardia de Qublei Khan. Escoltaban a seis hombres. Al contrario que el "del" azul, la armadura Ilonia roja, y el cinturón blanco que llevaban los hombres del ejército del Khan, los cinco soldados de Jerjegune el tuerto iban con armadura negra y ropas de color turquesa apagado, con el cinturón rojo. El que iba en cabeza, con la armadura marrón, el cinturón también rojo y las ropas turquesa, tenía unas grandes entradas sobre la frente, y una rebelde melena negra peinada hacia atrás. Las patillas le llegaban hasta casi la parte inferior de la mandíbula, y tenía oculto un ojo tuerto bajo un parche de cuero remachado con puntas de hierro.
A su espalda, un hacha a dos manos de hierro oxidado. Su dueño no cuidaba su arma o no tenía interés en ello. Entre los hombres del Khan Aolita, se cuenta que era el hacha de su padre, con el que mató al padre de Qublei.
En memoria de ese día, la pesada arma bebería la sangre de sus enemigos hasta acabar encontrando el cuello del Khan advenedizo. Así, enterraría el hacha, ensangrentado con la roja vital de tantos enemigos, en lo alto del monte donde Qublei le cortó la garganta a su padre, Agadei el Aolita.
La escolta cesó la cabalgata, y Jerjegune desmontó con su mirada arrogante hacia todos lados. No era muy querido por la gente de Qublei Khan, pero eso no le impedía regocijarse en que si había pelea, no iba a ser uno solo contra todos. Por algo, le conocían también como el Desmembrador.
Dos sirvientas, vestidas con largos del de color blanco y rojo, hicieron pasar al encarnizado rival a la gran tienda de fieltro del anfitrión. Una vez dentro, Jerjegune miró con su ojo sano, el derecho, a la gente congregada a sus flancos. Estaban todos allí. Qublei, Bortochoou, Gemei, y los otros hermanastros del Khan, incluso ése que quedó viudo y entrenaba gladiadores. El de su izquierda, con expresión triste y mirada en el suelo, era un cautivo sin duda, y se notaba que era extranjero. Quizá un rehén aunque al verlo junto al conocido tratante adivinó la naturaleza de este invitado.
"Qué raro, un esclavo de Torii compartiendo airak con el Khan y sus hombres"
.
—Te doy la bienvenida, Jerjegune. Siéntate con nosotros y hablemos... Nos espera el futuro con manjares más deliciosos de los que probarás hoy en mi mesa—apremió Qublei en tono conciliador.
El rostro afilado del Khan se dirigía a los cinco tipos con los que vino su rival. Los conocía, unos mostrencos de cuerpo grueso y brazos fuertes eran los luchadores de élite del Aolita. Cuando se sentaron, todos desarmados (dejaron sus armas junto a un guardia al lado de la entrada de la yurta), el joven con el pelo cobrizo largo y trenzado, vestido con un del negro y una falda corta de piel, fijaba sus ojos en los grandullones bigotudos y de pelo recogido en lo alto de la cabeza, en elegantes moños. Les chocó ver a alguien así pero, en cuanto al hecho de que estaba sentado al lado de Torii con un visible anillo de jade al cuello, supieron que era un esclavo.
En sus ojos advirtieron que, remotamente, compartía ancestros con los Ilonios pese a que el tiempo se había encargado de suavizar los rasgos. La velada no se tornaba en una pelea, aún. Intercambiaban elogios ambos khanes, mientras hablaban sobre Xihuan y su nuevo emperador, Zi Ying, un hombre respetable pero indeciso, y que podían sacar partido de la ausencia de tropas en la capital. Kerish comía con fingida educación los trozos de ternero con harina caliente, y no levantaba la vista hacia los khanes. Las mujeres entraron a servir más comida y bebida. Entonces, la mirada de Kerish se juntó con la de Soryatani. Él no sabía quién era ella. Pero el visible cuidado con el que la diosa entre mortales miraba al Khan y luego a él, le hacía sospechar de algo.
Por su lado, pasó Tuoya, hermosa con su inseparable vestido negro y el cabello recogido en un alto moño, con el rostro inmaculado resaltado por el khol que llevaba en los ojos, haciéndolos sombríos con finura y más rasgados, y el flequillo de su larga melena cayendo pulcramente a ambos lados de la cara. Se rozó con él intencionadamente dándole un suave toque con una de sus piernas en la espalda, y el muchacho enrojeció.
Después de hablar sobre tácticas militares y proezas de ambos khanes, Qublei miró a Kerish, acariciándose el mentón. Jerjegune, que tenía unos 27 años (y en estos nunca había compartido comida o bebida con un extranjero), preguntaba al anfitrión sobre su extraño invitado. El Khan sonrió volviendo a mirar al Aolita.
—Es un esclavo que me brinda unos espectáculos magníficos. Mi querido hermano Torii le ha traído para que amenice la velada, ya que a veces es su guardaespaldas y nos reconforta su presencia. En verdad nunca tiene nada que decir, pero le pediré que hable de sus orígenes. Un hombre destacado en la lucha es de bien merecida atención a los ojos de todo Khan—.
Soryatani miró a Kerish y luego sus ojos se encontraron con los fríos y detestables iris oscuros de Jerjegune, que la miraba a su vez con lascivia.
Ella volvió el rostro hacia su hermano, y éste asintió para tranquilizarla. Aunque en esos momentos, Qublei pensaba en lo difícil que sería prometerla. Kerish bebió airak de su cuenco, y limpiándose los labios con la lengua, clavó sus ojos negros en los de Qublei Khan. Éste le transmitió su deseo, y el esclavo extranjero no hizo esperar por más la deseada historia que el señor de la guerra vivió a través de sus palabras.

"Ante todo mis respetos, honorable Qublei Khan. Me alegra y honra tu atención a mis habilidades y a las luchas en las que participo. Pero temo que mi relato sea corto e impreciso, pues no tengo muy claros mis años vividos anteriormente, ya que al servicio de mi mentor, he olvidado mis orígenes. Puedo decir que provengo de un humilde pueblo guerrero, como todos en Kymirnn, la también llamada Kymria, que en dos lenguas significa Tierras de la Noche. Es así como nos referimos siempre a ella. Apenas somos diferentes a vosotros. Hay muchas tribus y nuestro modo de vida es nómada, todos nos enorgullecemos y honramos a nuestros amigos y familia sentados alrededor del fuego en nuestras casas de madera, nuestras tiendas de piel, pues mi pueblo no ha aprendido a trabajar la piedra como en otras naciones. No me acuerdo de mucho más antes de partir, solamente que estaba luchando con las manos desnudas contra un oso negro. Luego desperté en una mazmorra de Minas Chagör, siendo esclavo de un tipo enfermizo y cobarde que me mandaba picar piedras. Maté a un par de sus capataces con un juramento en la mano y una espada en la otra. A otro lo estrangulé con las cadenas de mis grilletes hasta que su cuello crujió como la cáscara de un huevo al pisarlo. El Señor de los Esclavos me vendió a Torii, mi maestro, y él ha hecho de mí el gladiador que ahora soy
".

El Khan entrecerró los ojos, mirándole con detenimiento. La lucha le había cerrado las puertas a sus recuerdos y emociones. Era un guerrero sin oficio ni beneficio que hablaba como un autómata de sí mismo, conteniendo un ardor virtuoso que le costaría la muerte mostrar; no se le consideraba tan persona sin embargo. Una cosa que vivía para luchar.
—Kerish, quisiera que me hablases más de Kymeria o cualsea su nombre... debe ser un lugar tétrico. Por lo que he oído por ahí, no tenéis sol—.
—Eres sabio, Khan. Nuestros cielos son tan grises y tan espesas las nubes, que el sol para nosotros no es más que un pequeño gránulo pálido del tamaño de un guijarro. Los inviernos duran casi todo el año, aunque la floración llega a su suelo y las hojas de los árboles cambian de color y caen. Hay cerros, colinas, y la capa del cielo gris las encapucha. Los espíritus animales nos guían. Es una tierra de lobos, una tierra de dagas plateadas en el desierto del norte, tormentas de acero, tumbas que esperan. Somos el invierno. Implacables, imparables, incluso en la muerte. Niños y niñas somos guerreros desde pequeños y sentimos la Llamada de la Sangre. Recordamos lo olvidado, pues nuestra historia como pueblo se ha transmitido por oración porque no ha sobrevivido en ninguna escritura—.
—¿Y los de tu raza en qué se nos parecen?—rió Jerjegune, bebiendo su airak con desmesura de un cuenco.
—Nos parecemos bastante. Compartimos ternero con harina con nuestros invitados, a los que también damos de beber un licor aunque no sea este. El caballo es nuestro hermano en la batalla, pero hay más que estepa en mi tierra, pasando el Muro de Hielo, pues igual que cabalgamos por praderas y nos adentramos en páramos también somos gente de montaña. Ahí acaba la diferencia, nos movemos a caballo con el arco y la espada pero también combatimos en la montaña y los bosques. Damos valor a cada guerrero. Somos hijos del cielo y la tierra—.
Bortochoou asintió, pues era un amante de los caballos, además de buen adiestrador y cetrero. Se escuchó un grito fuera, y el clamor de lucha y espadas chocando. Las fuerzas Aolitas atacaban el aíl de Qublei Khan sin previo aviso, como tal traición que temía el hermano de sangre del Khan. Jerjegune el tuerto se levantaba con la expresión furibunda, apartándose de Qublei.
Los cinco hombres del Aolita inmovilizaron a los guardianes de las armas, y tomaron sus cimitarras, a la par que Jerjegune rió tomando su hacha. Al volverse, vio al joven pelirrojo en pie, dando una patada en la boca a uno de sus guerreros con la pierna izquierda, estallando los labios del sicario con la puntera de la bota. Cuando el grandullón se repuso, corrió por Kerish, y el Cymyr saltó hacia atrás esquivando una patada de frente hacia su pecho. En la fracción de segundo que seguía, el enorme Aolita recogía la pierna, cuando una sombra ágil se deslizaba por debajo suyo.
Cayó al suelo con la rodilla desencajada y la pierna meneándose como un pendón, aullando de dolor, pues Kerish se había tirado ya hacia el gigante golpeando su rodilla derecha con ambos pies, perpetrando un deslizamiento rápido y furtivo. Bortochoou corría por su espada, enfrentándose a otro perro Aolita, mientras que fuera, había estallado la guerra.
Uno de los Aolitas corpulentos quiso tomar a Soryatani, pero se encontró con la suela de la bota derecha de Kerish en la boca. Al levantarse, lanzó un puñetazo que el bárbaro desvió con esfuerzo utilizando la mano izquierda, y luego, el salvaje de larga trenza fue remontando el brazo del grandullón con moño en rápidas palmadas por el antebrazo y el bíceps. El golpe llegó a la nariz del Aolita y la rompió en un estallido de sangre y gritos, entre los cuales podía oírse el de un Bortochoou destrozado con la que fuera su esposa en brazos, muerta por una lanza. Se llamaba Welún y la vengaría arrancando el corazón al responsable.
El tiparrón al que se enfrentaba el extranjero de piel blanca era un tipo duro, y aunque en el intento siguiente el gladiador le paralizó el brazo, el Aolita le golpeó en el vientre con un derechazo circular, un golpe que impactó sin ninguna defensa que lo bloquease apenas. Kerish se dejó golpear visiblemente una segunda vez.
La rodilla del Cymyr se disparó entonces con un salto hacia a la boca del Aolita cuando éste preparaba un tercero, lento, y terrible puñetazo... y saltando sobre él nuevamente, Kerish le golpeó en la sien derecha con el codo. El gigante cayó sangrando por la boca y la nariz, quedando sin sentido. Soryatani dedicó sus ojos verdosos al gladiador con admiración, cuando él salió fuera, dando brincos, y Bortochoou y el Khan daban muerte a los escoltas de Jerjegune, ensartándoles por los costados sin ningún miramiento, aunque ello les costara al primero un corte en el brazo derecho y al segundo uno menos profundo cruzando su vientre.
Qublei buscaba la otra espada para enfrentarse fuera al cobarde de Jerjegune, que había salido de la yurta con el hacha. Encontró su ken y corrió seguido de Bortochoou, Gemei, y sus hermanos. Todo el lugar era un campo de batalla. Tenía su gracia, y no la tenía, ver a una mujer, Tuoya, golpeando a un soldado Aolita en la cabeza con un cazo.
El joven Khan cortó la cabeza a un espadachín desprevenido, desde el lado izquierdo con la ken, y paró un tajo hacia su frente con la cimitarra en alto, devolviendo una patada en los testículos al soldado de armadura negra, y hundiendo su acero Ilonio en la garganta de su adversario. Vio al Khan Aolita enfrente suya, blandiendo el hacha.
Ambos khanes peleaban a base de fintas y bloqueos, quedaban muy igualados. Un burdo y lento ataque desde arriba intentó cortar al Ilonio por la mitad, pero éste esquivó la hoja del hacha y con el reverso del ken, golpeó la frente a Jerjegune. Antes de que la primera sangre brotase, Qublei le propinó una patada de barrido tras el tobillo izquierdo y le derribó, alzando su cimitarra. El Khan señalaba con la punta del ken el cuello de Jerjegune, sonriendo con su amenaza. Preparaba un demoledor ataque desde arriba con la otra hoja y mantenía al tuerto inmóvil con la otra espada forjada como un arco esbelto de metal asesino.
Cuando vio que su camarada Gemei se ponía en frente, tensando el rojo arco, sabía lo que pasaba: le atacaban por detrás, demasiado tarde para darse cuenta y dar la vuelta. El experto arquero dudó, bajando el arco. Qublei volvió la mirada, viendo que uno de los guerreros de Jerjegune tenía tapado el cuello por una trenza de cabello castaño profundo y de reflejo cobrizo, que se mantenía estática, igual que una expresión de incredulidad perpetua en la cara del soldado Aolita. Luego vio a Kerish. El gladiador tiró de la trenza con la cabeza pues estaba medio agachado en una pose extraña, y así la delgada hoja doble de hacha hizo desprender del cuello del Aolita un chorro de sangre y trozos de piel vuelta y carótida.
Después, la espada esteparia del Khan Ilonio atravesó el cuello de su rival en el poder, que apenas pudo defenderse y recibió así su final. Luego, el curvo sable al que en Ilonia llamaban "ken" se clavó entre las clavículas de Jerjegune destrozando de parte a parte carne y hueso.
Así, Bortochoou recitó un viejo dicho Ilonio lleno de sabiduría pero enfocado por tanto a antiguas rivalidades: —¡Muerto el perro Aolita, se acabó el picor de huevos!—. 
Mil gargantas se sumaron al grito de victoria sobre los únicos rivales en el territorio, que se rindieron y más tarde aceptaron a su nuevo señor y luchar en su nombre. Tanto dolor, tantos años de rencores...
Sin lugar a ninguna duda esos tiempos habían pasado, pues ahora el joven Khan era el dueño por derecho de sangre de todas las tribus guerreras, y no cejaría en su empeño por acometer su ambiciosa empresa de conquistar todo bajo el cielo.

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