LAS SOMBRAS DE LA NOCHE

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Kilkenny, Irlanda. Año 1612 d.C.

    

El eco aterrador de los gritos despavoridos de un hombre en el interior de la prisión de Kilkenny se desvaneció entre las gruesas paredes del calabozo. Los que guardaban la prisión desenfundaron sus espadas al escuchar el clamor desesperante del hombre que no paraba de gritar horrorizado y con desespero. Los guardianes corrieron hacia la puerta principal, guiándose por la procedencia del escándalo que había roto el silencio de la noche. Al llegar los calaboceros hasta el vestíbulo principal del presidio, dieron con el mal herido y sangrante hombre que había gritado suplicando ayuda. Sus huesos fueron abatidos uno a uno por el horror y el espanto que se esparció por el aire como una onda entorpecedora al apreciar la escalofriante escena. El cielo relampagueaba en todo su esplendor sin haber nevado aquella noche. Lentamente fueron acercando sus lámparas de queroseno con sus pulsos temblorosos hasta el que yacía brutalmente descuartizado sobre los escalones de acceso al recinto penitenciario; el resplandor de la luna llena y la claridad emitida por las lámparas de los vigilantes permitieron con dificultad identificar a Hernicus Langerfield como la víctima del ataque mortal.

    

El señor Langerfield había sido portero por las noches y verdugo durante el día desde hacía algunos años en el condado de Kilkenny. Su cadáver yacía boca arriba. Sus ropas lucían completamente desgarradas y ensangrentadas. Habían sido rotas de arriba a abajo por lo que parecían arañazos de alguna bestia salvaje. Lo más probable fue que se tratara de un oso montés, que impulsado por su instinto olfateara alimento alguno en las inmediaciones del penal o simplemente se acercó para resguardarse del coloso invierno de la temporada. La piel de su abdomen había sido descarnada sin compasión, al punto de eviscerar casi la totalidad de sus órganos abdominales. Los músculos de la pared abdominal mostraban desgarraduras que mostraban la impresión de fieros colmillos y pezuñas. Su cuerpo estaba descuartizado casi en su totalidad. Una de sus piernas y su antebrazo izquierdo habían sido amputados. Sus huesos blancos como la luna de aquella sangrienta noche habían sido triturados por las fuertes mandíbulas de la bestia que acabó con la vida del señor Langerfield. Fue decapitado. Su cabeza no fue hallada a pesar de la exhaustiva búsqueda que se llevó a cabo en los días postreros al brutal ataque. El capellán penitenciario bendijo los restos del verdugo roseándolos con el agua limpiadora de pecados que él mismo había traído de su última peregrinación en la ciudad de Roma. El reverendo Antorgerd pronunció una plegaria con la intención de poder, de ese modo acortar el tiempo de permanencia del cristiano en el purgatorio. El cura llevó de regreso el Cristo crucificado y el agua limpiadora de pecados hasta el landre de su gabardina, subió de regreso al calesín que lo había hecho llegar hasta el sitio del macabro hallazgo y se marchó después de pronunciar una bendición entre dientes a los presentes, para dejar al resto de guardianes a merced de las sombras de la noche.

    

Con la llegada de la aurora, el detective y estudioso en demoniología: el señor Kent Hopkins, detalló una a una las vísceras y extremidades del difunto. Ordenó la búsqueda inmediata de la cabeza, la cual según su conocimiento y basándose en los patrones físicos y anatómicos encontrados en el cuello determinó como desarticulada. El mismo detective Hopkins con ayuda del párroco Antorgerd colocó los restos del portero dentro del féretro recién acabado. Aguardaron el tiempo prudente para que desapareciera un poco la neblina espesa que se apoderaba de las frías noches del condado. Subieron el ataúd a la calesa y acompañaron junto a dos grilleros más el cuerpo sin cabeza del señor Langerfield hasta el camposanto. A su llegada hasta el cementerio la niebla empezaba a mermar a merced de los primeros vértices luminosos del sol. El panteonero aguardaba con entereza en el pórtico principal con su pala de excavador descansando sobre su hombro. Algunos aldeanos vestidos de negro consolaban a la recién confinada a la viudez. El mausoleo transmitía una onda de tenebrosidad, los cipreses erguidos a doble hilera entre las veredas escalofriantes del túmulo silbaban con el roce del viento como deseosos de llevarse lo que enfrentaran a su paso, como queriendo arrancar las almas de los sepulcros y llevarlas con su soplo silencioso hasta el seol. Los últimos relámpagos de la noche iluminaban con su resplandor las siluetas inmóviles de los santos, de las vírgenes, de los ángeles y las mandrágoras de cantera que reposaban junto al ejército de cruces blancas sobre los nichos parcialmente cubiertos por el hielo. Los arbustos deshojados deslumbraban sus aterradoras sombras contra el claro de luna. El ataúd fue descargado del carruaje por cuatro hombres que luego lo llevaron en hombros hasta la fosa que recién había terminado de cavar el sepulturero. El grajeo de los cuervos del amanecer se abría paso con nitidez entre las ululas para perturbar aún más el estado de nerviosismo entre los presentes. La reciente viuda, enlutada desde el velo hasta el corazón, sollozaba sobre el difunto. El padre Antorgerd extrajo su breviario y el Jesús de Nazareno que pendía crucificado a la cruz de oro que usaba como talismán; pronunció unas palabras de aliento y esperanza a los presentes y despidió con la bendición de la iglesia al carcelero y verdugo Hernicus Langerfield. La ceremonia finalizó con una onerosa plegaria en latín que hizo que la irritada voz del reverendo impregnara su eco hasta en el último rincón del camposanto. Un escurridizo gato, tan negro como el luto de la viuda Langerfield, observaba con detenimiento paso a paso cada detalle de la ceremonia efectuada aquella mañana del invierno de 1612 en Kilkenny, Irlanda del Sur.

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⏰ Dernière mise à jour : Nov 26, 2013 ⏰

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