UNO
El día 7 de diciembre, día de San Ambrosio Obispo, un perro cenizo mordió a cuatro personas que se le atravesaron en el camino. Tres de ellas eran esclavos y la otra era Sierva María de Todos los Ángeles, hija única del marqués de Casalduero, que había ido con una sirvienta mulata al mercado para comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce años. Aquel mismo día llegó un embarque de esclavos que se pensaba venía contaminado de una peste, pero resultó ser producto de un envenenamiento.
Bernarda Cabrera, madre de Sierva María y esposa sin títulos del marqués de Casalduero era una mestiza brava, seductora, rapaz, parrandera y consumía mucha miel fermentada y tabletas de tabaco. Había sido muy astuta en el comercio de esclavos pero ahora, debido a sus excesos, la hacienda donde vivían, estaba en malas condiciones. Anteriormente, la esclava Dominga de Adviento gobernó la casa, crió a Sierva María y era la única con autoridad para mediar entre el marqués y su esposa, pero hace no mucho había fallecido y Sierva María andaba siempre con los esclavos. Para el festejo de su cumpleaños, los esclavos de la casa le pintaron la cara de negro, le colgaron collares de santería y le cuidaban la cabellera rojiza que nunca le habían cortado y se enrollaba con trenzas.
Sierva María tenía el cuerpo escuálido, era tímida, de piel lívida, de ojos azul taciturno y cabello cobrizo, se parecía a su padre y su forma de ser la hacían parecer invisible.
Las esclavas le informaron a Bernarda sobre la mordida del perro dos días después. Ella fue a revisar a su hija y vio la marca cicatrizada en el tobillo y no se preocupó más por el asunto. Al domingo siguiente, la esclava que llevaba a Sierva María aquel día, vio al mismo perro que mordió a la niña muerto por la rabia. Bernarda no se preocupó al respecto, la herida estaba seca y tampoco se lo comentó a su marido.
A principios de enero, Sagunta, una india andariega visitó al marqués para informarle sobre la peste de rabia que había y sobre las personas que sufrían de esta por las mordidas del perro, entre ellas, su hija. Sagunta afirmaba ser la única poseedora de las llaves de San Huberto, patrono de los cazadores y sanador de los rabiados. Como el marqués, quien no se interesaba en ningún asunto del hogar desconocía de la mordida, la despidió sin prestarle atención, pero Bernarda le confirmó el hecho después.
Para el marqués era claro, siempre pensó que amaba a su hija aunque nunca le prestaba atención, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a confesarse que se engañaba a sí mismo por comodidad. En cambio Bernarda tenía plena conciencia de no amarla nada ni de ser correspondida por Sierva María y ambas cosas le parecían justas. Mucho del odio que ambos padres sentían por la niña era por lo que ella tenía del uno y del otro.
Preocupado por el mal de rabia, el marqués fue al hospital del Amor de Dios para ver al enfermo de rabia, quien se encontraba amarrado en una situación deplorable y consumido por la enfermedad. A la salida del hospital, se cruzó con el doctor Abrenuncio, un judío doctor erudito que permanecía junto a su caballo muerto. El marqués lo invitó a pasar a su carroza y lo cuestionó sobre la rabia y el estado del paciente. Abrenuncio recomendó que debían matar al enfermo como buenos cristianos para detener su sufrimiento, pues ya no había cura, pero aclaró que algunos podían no contraer la rabia pese a la mordida.
El marqués dejó al doctor en su casa y cuando éste regresó a su hacienda le ordenó a su criado Neptuno, recoger el caballo del doctor para darle sepultura y le pidió que le regalara su mejor caballo del establo.
Bernarda se aplicaba lavativas de consuelo por sus males y excesos, sobre todo por el incendio de sus vísceras. Nada quedaba entonces de lo que fue de recién casada y cuando concebía aventuras comerciales hasta que conoció a Judas Iscariote, un esclavo que compró porque lo deseaba y le gustaba mucho. Bernarda enloqueció por él, lo bañó en oro, con cadenas, anillos y pulseras, creyó morir cuando se enteró de que se acostaba con todas, pero finalmente se conformó con las sobras.
Una tarde, Dominga de Adviento los descubrió haciendo el amor pero Bernarda le prohibió comentar algo. El marqués, si es que sabía, se hacía el desentendido y Sierva María estaba tan olvidada, que un día, cuando Bernarda regresaba de parranda, confundió a su hija con otra persona.
Cuando el marqués regreso del hospital del Amor de Dios, estaba completamente determinado a tomar las riendas de la casa, pues cuando Bernarda sucumbió en sus vicios y Dominga de Adviento murió, los esclavos se infiltraron a la casa y había un total descontrol de las cosas. Lo primero que hizo fue devolverle a la niña el dormitorio de su abuela la marquesa, de donde Bernarda la había sacado para que durmiera con los esclavos.
Después espantó a los esclavos que dormitaban y amenazó con azotes a los que volvieran a hacer sus necesidades en los rincones o jugaran suerte y azar en los aposentos clausurados.
Sierva María se resistió cuando su padre la llevó en brazos al dormitorio y le aclaró a los esclavos que ella viviría en la casa y no con ellos. La niña no le contestaba ni miraba a su padre. A la mañana siguiente, el marqué fue a revisar la habitación de su hija y esta se había ido a dormir con las esclavas por su costumbre.
El marqués le encargó a Caridad del Cobre, la mulata que acompañó a la niña el día en que la mordió el perro, el cuidado de la niña como si fuera Dominga de Adviento. Le pidió que le diera informes del comportamiento de su hija y que le impidiera traspasar la cerca de espinos que haría construir entre el patio de los esclavos y el resto de la casa.
A la mañana siguiente, el marqués fue muy temprano a casa del doctor Abrenuncio para pedirle que examinara a su hija. El doctor estaba muy agradecido por el caballo nuevo y lo acompañó para examinar a Sierva María. Bernarda desaprobaba la presencia del doctor judío, pero no fue un impedimento para que Abrenuncio viera a la niña. Durante el examen médico, la niña mintió constantemente y parecía estar muy sana a excepción de un extraño olor a cebolla. Caridad del Cobre le reveló al marqués que la niña se había entregado en secreto a las ciencias de los esclavos y la encerraban desnuda en la bodega de cebollas para destruir el maleficio del perro.
Abrenuncio pensó que la herida estaba lejos del cerebro y poco profunda, por tanto, podía estar libre de rabia. El marqués había decidido apelar al hospital y cuidarla en casa. Mientras tanto, el doctor le recomendó darle todo cuanto pudiera hacerla feliz, pues no hay medicina que cure lo que la felicidad no puede curar.