Empecé a fijarme en ella cuando la veía cada tarde entrar a la cafetería con sus ropas negras y el maquillaje negro. Era hermosa, muy hermosa. Su cabello era castaño oscuro, pero al igual precioso. También era largo, muy largo. Las ondas de su pelo me hechizaban pero no tanto como sus ojos de color café que me atraían hacia ella. Siempre lucía cansada, se veía decaída y eso incrementaba mi curiosidad por ella.
El día que la seguí bajo la lluvia, me di cuenta que ella no estaba bien. Nadie se queda bajo la lluvia y mucho menos cuando hay tormenta. Por aquel entonces aquello me pareció extraño, pero a su misma vez muy interesante, muy curioso.
Días más tarde me fije sobre su delgadez, tenía la cara levemente chupada y sus labios se veían siempre cortados y agrietados. Sus uñas estaban mordidas, pintadas de negro, y se le notaban demasiado las clavículas de una forma un tanto enfermiza. Los finos y huesudos dedos se veían demasiado frágiles, como si se fueran a romper en cualquier momento. Las ojeras tatuadas bajo sus hermosos ojos color café inexpresivos me preocupaban cada vez más y más; veía en su mirada vacía que pedía a gritos una liberación. Sabía sobre sus problemas de insomnio, pero no sabía el motivo, la razón.
La última tarde que nos vimos, en la finita cadenita que llevaba alrededor del cuello estaba su nombre, compuesto por cinco letras: JENNA. Pensé que era un nombre realmente hermoso para alguien que también lo era y me preguntaba porque no me había querido decir su nombre. Ella nunca me dijo su nombre y parecía que le gustase que la llamase Chica del café. La verdad es, que aunque me hubiese gustado que me lo dijera por sí misma y escucharlo de su propia boca, lo del collar fue muy original.
Algunas noches me quedaba hasta tarde pensando en ella; ideando ideas para que empezase a abrirse a mí, tenía previsto llevarla una tarde al cine e incluso invitarla a cenar. Tampoco tenía su teléfono pero... ¿por qué tendría que tenerlo si ni siquiera sabía su nombre?
Jenna murió en un accidente de tráfico, siendo ella la atropellada. Cruzó la calle sin mirar y un autobús se la llevó por delante; fue una muerte rápida e indolora. Quedé aturdido, lo vi todo desde la cafetería donde la esperaba, y durante los primeros días me sentí culpable.
Fui el día de su entierro y una mujer se acercó a mí, para hablar. Me dijo que era su psicóloga desde los catorce años. Me contó que Jenna sufría depresión, que tenía muchos vacíos en su interior y mencionó algo sobre problemas mentales. También tenía una gran pena en su interior. No me hizo falta más información para atar cabos. Las ojeras de Jenna eran a causa del insomnio a causa de las voces de su cabeza y el cansancio le provocaba el perder el apetito.
Esa mujer también me dijo que, aunque Jenna me pedía constantemente que la dejase sola, le gustaba mi compañía. Eso lo sentí como si miles de agujas de me clavasen en las plantas de los pies, ¡fue realmente doloroso! Comentó que ella quería que me alejase de ella porque sabía que algún día haría algo malo y no quería decepcionar a nadie.; además de que estaba convencida de que cuando me enterase sobre sus problemas me alejaría de ella. En cierto modo lo comprendí, tenía sentido y encajaba con ella. Su psicóloga también me dijo que, desde que había empezado a acercarme a ella, sus voces eran menos constantes. Eso era bueno. Después, con curiosidad, le comenté que, el primer día que intenté acerca a ella, llovía. Omití el hecho de que la seguí, pero la psicóloga me dijo que ya sabía lo que pasó. Me avergoncé un poco pues supuse que la primera impresión que le di a Jenna fue de un acosador pirado o algo por el estilo. Pregunté por qué se quedó bajo la lluvia y ella me respondió que el sonido de los truenos la calmaba. Me sorprendí muchísimo, aunque debí de haberlo imaginado antes. Según la mujer que la trataba, ese ensordecedor sonido eclipsaba las voces de su cabeza.
Era extraño pero cierto; Jenna era extraña pero especial. Aquella chica era diferente y eso fue lo que me atrajo de ella, lo que causó que sintiese interés y curiosidad por ella. Jenna era simplemente la Chica del café que aun queriendo estar siempre sola permitía que me sentase mientras se tomaba su taza. No trataba de ocultar su desagrado cuando me sentaba con ella, tampoco intentaba sacar conversación, pero sabía que cuando pasaba unos minutos con ella parecía que sus ojos recobrasen algo de vitalidad. Después de que se acabase su taza se marchaba dejándome solo; no me importaba. Me alegraba que, sabiendo que yo estaría allí dispuesto a sentarme con ella, Jenna siguiese viniendo sin romper su rutinaria costumbre.
Después de su muerte, continué yendo a nuestra cafetería, sentándome en su sitio y sintiendo su presencia. Sentía su mirada, sus ojos cafés sobre mí y eso me gustaba en cierto modo, ella estaba conmigo. Ya no le echaba azúcar; había aprendido a tomarme el café. Y sabía que siempre, pero siempre, nos quedaría algo que nos uniría. La cafeína. Siempre nos quedaría el café.