Capítulo 44

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Antes de que sonara el teléfono, Micaela estaba confusa, después de la llamada, se quedó aterrorizada. En los últimos días, la cocina ya no la llenaba tanto y, si era sincera consigo misma, había empezado a echar de menos la medicina. Desde que había conocido a Gonzalo se sentía más tranquila, y era capaz de distinguir las cosas que la hacían feliz de las que no. Ahora podía asumir que el problema no era cambiar de profesión, el problema era ella y el modo en que se tomaba la vida. Desde que escribió la lista, había cambiado, al menos un poco, pero eso no garantizaba que fuera capaz de tener una relación con un hombre como Gonzalo; un hombre que mandaba besos a su madre y que iba a llamar a su cuñado, y mejor amigo, para decirle que no estuviera nervioso por el parto. ¿Qué pasaría ahora que lo habían despedido? 

El cine estaba dos calles más abajo y ambos iban caminando por la acera sin hablar, sumidos en sus pensamientos, cuando de repente oyeron cómo un coche derrapaba detrás de ellos. El coche en cuestión, un pequeño utilitario, chocó con la farola que había a unos veinte metros de allí y una columna de humo negro empezó a salir por el capó. Desde la distancia, pudieron ver que la conductora estaba inconsciente encima del volante, y Micaela no pensó, sencillamente reaccionó y corrió hacia el coche. Gonzalo corrió tras ella a la vez que sacaba el celular del bolsillo y llamaba a una ambulancia.

Micaela abrió la puerta y vio que la chica seguía inconsciente, estaba muy pálida y sangraba por una herida que tenía en la frente. Iba a dejarla allí inmovilizada hasta que llegara la ambulancia, pero bajó la vista y vio que estaba embarazada.

—¡Gonzalo, ayúdame! —gritó.

Él corrió a su lado.

—Tal vez sería mejor no moverla —dijo, al ver que ella ya le había desabrochado el cinturón de seguridad y empezaba a colocarla en la posición más adecuada para sacarla del vehículo sin causarle más daños.

—Tranquilo, soy médica.

—¿QUÉ?

—Soy médico, especialista en cirugía cardiovascular, pero he trabajado los últimos cinco años en urgencias del Hospital de Barcelona, así que tranquilo, sé lo que hago.

¿Médica? ¿Cirugía cardiovascular? Gonzalo no entendía nada, pero si podía ayudar a aquella chica, no iba a cuestionárselo en aquellos momentos.

—Agarrala por las piernas —le indicó haciéndose ella cargo de la cabeza—. Cuando diga tres tira hacia fuera y juntos la tumbamos en el suelo. —Se colocó en posición—. Uno, dos, tres.

Gonzalo hizo lo que le pedía sin dejar de mirarla ni un segundo. Le había mentido, peor, le había ocultado la verdad. Él pensaba en formar una familia con Micaela y ella ni siquiera le había dicho cuál era su profesión. A él no le importaba lo más mínimo si era médico, cocinera o la reina de Saba, lo único que quería era saber la verdad. Se quedó estupefacto al ver la cura de primeros auxilios que Micaela le hizo a la pobre chica. Sus movimientos eran precisos y metódicos; le comprobó el pulso y el latido del corazón, luego le tocó el abdomen y, por la cara que puso, dedujo que el bebé estaba bien. Buscó en su bolso mágico y sacó un botellín de agua y unos pañuelos de papel. Humedeció uno y le limpió la herida de la frente.

La chica trató de abrir los ojos, y lo primero que hizo fue llevarse una mano al vientre. Micaela se la agarró y la tranquilizó. La embarazada estaba aturdida y explicó que había sentido una punzada que la había hecho perder el control del coche; y justo en ese instante volvió a gemir de dolor. Micaela le agarró la mano y le hizo una señal a Gonzalo para que se acercara. Este lo hizo y, aunque estaba confuso, obedeció.

—Agárrale la mano.

Después, ella centró su atención en el abdomen de la joven, y vio que empezaba a sangrar.

—Tranquila, tenes contracciones, pero todo va a estar bien. ¿Llamaste a la ambulancia? —le preguntó a Gonzalo.

Este estaba a punto de contestar cuando oyó aliviado las sirenas.

La ambulancia se detuvo a su lado y de ella saltaron dos enfermeros con un enorme maletín; Micaela se limitó a decir que era la doctora Viciconte y se hizo con él. De allí sacó el fonendoscopio y auscultó a la joven a la vez que se aseguraba de que los enfermeros la colocaban correctamente en la camilla. Iban a subirla cuando la chica los miró con ojos suplicantes y Gonzalo dijo:

—¿Queres que te acompañemos?

—Por favor, busque mi celular en el coche y llame a mi marido, es la última llamada que hice.

—Tranquila, no te preocupes, yo me encargo —le prometió a la embarazada, pero antes de caminar hacia el coche accidentado le dijo a Micaela—: ¿Por qué no la acompañas? Yo tomare un taxi y me reuniré contigo en el hospital.

Ella no contestó, sino que saltó sin más dentro de la ambulancia segundos antes de que ésta saliera a toda velocidad. Gonzalo se quedó allí, solo en medio de la calle. De no ser porque el coche seguía empotrado contra la farola, y por el montón de gente mirando, creería que todo había sido un sueño.

Buscó el celular y pulsó la tecla de llamada. El futuro papá contestó con un cariñoso «hola», pero cuando oyó la palabra «accidente» se puso frenético. Gonzalo le contó lo que había sucedido y, tras asegurarle que su esposa estaba bien, le confirmó el nombre del hospital al que se la habían llevado. El hombre le dio las gracias repetidas veces y luego colgó. 

Gonzalo trató de imaginarse qué haría él en una situación como aquélla y se dio cuenta de que era incapaz de imaginar esas circunstancias con una mujer que no fuera Micaela. Sacudió la cabeza. Ella no era quien él creía, de acuerdo que sólo hacía tres semanas que se conocían, pero habían sido muy intensas, y a esa edad tres semanas eran como tres años de adolescentes. Él había compartido muchas cosas con Micaela y ésta había ocultado algo tan básico como a qué se dedicaba. ¿Le había ocultado algo más? Empezó a sudar y, sin ser muy consciente de lo que hacía, regresó al hotel. 

A fuego lento <<adaptada>>Donde viven las historias. Descúbrelo ahora