HACIA LA TIERRA SIN MAL

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El cazador tensó su arco y aguantó la respiración. Apuntaba al ciervo que se había alejado del resto de la manada para poder beber tranquilamente a la orilla de un lago cercano. El sol desde donde vigilaba el gran Tupá, iluminaba a la presa a través de una de las pocas zonas libres de la angosta vegetación. Era como un gigantesco dedo divino que se esforzaba en señalarla. Sin duda, así debía de ser. Era la prueba de su bondad y eterno amor. El animal, en medio de su inocente acción, no parecía percibir que su final estaba cerca. Durante unos instantes, el indígena vaciló. Aquella criatura le parecía demasiado joven como para arrancarle la vida de esa manera. Relajó sus brazos en torno al arco y comenzó a reflexionar. Pensó en su mujer, aquella que le esperaba en el poblado lejano. También, en los niños a los que tenía que alimentar, en el hambre que desde hacía unas semanas había torturado a toda su tribu.

Todo a causa de la extraña sequía y escasez que había atenazado durante esa temporada a lo largo y ancho de la Yvy Tenonde, la Nueva Tierra llena de dolor, hambre y sufrimiento en la que el gran Tupá exilió a sus hijos como castigo por haber cometido un gran e imperdonable pecado. Entendió que en aquellos instantes sólo podía imperar la ley del más fuerte. Si dejaba marchar a la cría, quizás luego toda la manada se largaría lejos de allí, no teniendo entonces más remedio que buscar en torno a la jungla otras criaturas a las que capturar. Tal vez tendrían que volver a conformarse con unos escasos frutos junto con algo de agua, como jefe de familia no podía permitirse semejante lujo.

Volvió a tensar el arco, apuntó su saeta hacia el indefenso animal y, mientras se deslizaban unas pocas lágrimas sobre su rostro ceniciento, soltó la cuerda del mortal proyectil. El pequeño ciervo recibió el impacto en el cuello, precipitando su testa sobre el suelo mojado. Alertados por la violenta caída, el resto del rebaño y unas pocas aves que pescaban por la zona huyeron en desbandada.

«La ley de la selva —pensó—. Aquella criatura que demuestre el menor signo de compasión o debilidad, termina pagando el precio con su vida».

Se acercó al objetivo que había conseguido alcanzar. El cuerpo del mamífero yacía de perfil en medio del río y la orilla. Su sangre se mezclaba con el agua, su piel temblaba de miedo y su iris transmitía desesperación e intensos deseos de supervivencia.

El cazador se conmovió ante tan patética y despiadada visión que tenía delante de sí. Cerró sus ojos, manifestó en voz alta una plegaria:

—Yo, Itate, guerrero y esposo fiel, vástago descendiente de los primeros hombres, Rupavẽ y Sypavẽ, pido perdón por arrebatar una vida que apenas acaba de florecer en la naturaleza. Agradezco al gran y noble Tupá, padre todopoderoso de todo lo existente, por cedérnosla permitiéndonos así sobrevivir una vez más en este sanguinario mundo —exclamó. Luego, desenvainó su cuchillo y lo clavó en el corazón del cachorro. Semejante acción fue debida más a causa de su compasión que por un auténtico deseo de culminar la batida—. Descansa en paz, hijo del prado. Ahora tu espíritu retornará al Yvymara'eỹ, la Tierra sin Mal. Donde no existe, ni jamás existirá, el dolor o la muerte.

Cuando terminó, se dispuso a recoger el cadáver. Pero justo en ese momento, percibió en la laguna el reflejo de una amenaza. Pocos segundos después, el guerrero se apartó y consiguió esquivar a una bestia de pelo erizado cuya fiereza era muy conocida por todos los hombres. El jaguar clavó sus ojos en los del indígena mientras que con su cuerpo ágil y poderoso cubría a la pieza que hacía unos minutos el cazador había conseguido abatir. Sin embargo, no hizo nada más. Para sorpresa de Itate simplemente se quedó quieto mientras lo observaba con suma atención. Comprendió entonces que el principal objetivo del felino no era otro que robarle el sustento que acababa de ganarse. Cualquier otro en su lugar habría tomado una decisión muchísimo más prudente, se habría marchado a buscar alimento en alguna otra parte, pero él tenía un carácter muy tozudo. La sangre de un guerrero corría por sus venas, sólo podía responder con una actitud combativa.

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