Era un chico de apenas doce años. Aún pensaba en los típicos juegos de niños; este «aún» marca la diferencia entre dos etapas de mi vida, la etapa en la que era un niño como cualquier otro, y mi etapa actual, en la que quedé marcado por una hórrida experiencia:
2 de agosto de 2008, 3:00 de la madrugada
Desperté exactamente a las tres de la mañana, ni un minuto antes ni uno después. Afuera el viento flagelaba mi ventana y la sombra de un árbol proyectaba figuras inquietantemente amorfas; aquella noche tenía todo lo característico para ser una escena de esas ya desgastadas películas de terror. Al menos eso pensaba antes de que un olor fétido emanara de debajo de mi cama, un olor a carne en estado de putrefacción. Todavía recuerdo ese olor, pero describirlo sería revivir esa noche en la que empezó todo.
Esa misma mañana, en la mesa, maquiné una pregunta que jamás vio la luz. No tenía por qué exagerar, quizá ese olor provino de afuera, quizá un ave muerta, o quizá...
—¿Qué te pasa? —Me sacó de mis cavilaciones papá. Le respondí que no pasaba nada y que ya me tenía que ir. El transcurrir del día fue de lo más normal, tanto que olvidé por completo aquel extraño suceso.
3 de agosto de 2008, 3:00 de la mañana
Extrañamente al abrir los párpados, miré unos segundos al techo algo confundido. Observé el reloj y marcaba las tres de la mañana. Fue entonces que, como un rayo que atravesó mi cabeza, recordé la madrugada anterior. «¿Por qué nuevamente me estoy despertando a esta hora?», me cuestioné, como esperando que en alguna parte de mí, mi lado más racional diera una respuesta.
Inmediatamente, el mismo olor volvió a hacer estragos en mi desvanecido ser. Atiné en ese entonces a no mover ni la más mínima parte de mi cuerpo, como si así fuera a quitar el miedo de las demás cosas que vendrían después... Un recio golpe bajo la cama, quizá fue leve, pero esa noche fue un recio golpe. Recuerdo incluso haberme molestado con mis bellos erizados por ser tan delatores. Incluso tragar saliva me era delator. No terminaba de salir de mi asombro cuando aquel retazo de sábana que impertinentemente tocaba el suelo recibió un tirón. Con la ingenuidad de un niño a quien se le impone una creencia, empecé a rezar. De pronto la palabra «Dios» tuvo significado para mí. Los extraños sucesos se detuvieron, y después de diez o quizá quince minutos de haberme deshidratado manteniéndome inmóvil, logré conciliar el sueño.
Esa misma mañana estuve dispuesto a contarle todo a mamá, pero de pronto ella y mi padre, un hombre de carácter dominante, empezaron a discutir. Hacía mucho que lo hacían y la razón era que el alquiler de la casa se les estaba haciendo muy pesado, así que preferí no poner una raya más al tigre; a decir verdad, nunca prestaba atención a sus discusiones y ellos tampoco me comentaban nada. Con ganas de cambiar de tema, mamá cuestionó mis ojerosos ojos y le respondí que fueron los mosquitos los responsables con tanta avidez que no volvió a interrogarme.
Como si nada pasara, el día seguía su monótono curso, sin embargo, esta vez no pude olvidar lo que había ocurrido esa madrugada. Me sentí solo, desesperado, con la ingenuidad propia de la edad rogaba al sol que no dejara de emitir esa cálida luz, que no diera lugar a espectros. Pero el día en que las cosas fueran como yo quisiese estaba lejos aún.
Llegó la noche y con ella el incremento de mis temores. Recuerdo haberme quedado dormido a propósito al lado de mis padres. Mientras veíamos películas un suspiro delatando mi alivio salió de mi boca; al menos estaría seguro junto a ellos.
4 de agosto de 2008, 3:00 de la madrugada
Recuerdo haberme quedado mirando con turbación el techo blanco, detesté pensar en que mi padre fue el que me trajo a la cama. Pero eso ya no importaba, ahora estaba allí, nuevamente en mi habitación. Con desaforado miedo giré mi cabeza hacia el lado izquierdo para ver qué hora marcaba el reloj; ya lo presagiaba, y lo presagiado se hizo realidad, pues eran las tres de la madrugada. ¿Qué tenía de especial esta hora, y por qué cosas extrañas empezaban a suceder? No terminaba de cuestionarme, cuando de pronto aquel olor a putrefacción empezó a deambular por toda mi habitación, pero era más intenso debajo de mi cama, y lo supe porque ya antes me había orillado a olfatear. Pronto, las características de una típica película de terror se mostraban ante mis sentidos como puestas en una lista y empezaban a marcarse: le seguía el turno al aterrador golpeteo proveniente de unos puños desesperados. Como queriendo atravesar el colchón y encontrar su tan ansiada libertad, golpeaba al unísono con el palpitar de mi corazón. Como acto reflejo empecé a orar, con la esperanza de detener a lo que sea que estuviera golpeando, pero no funcionó, el golpeteo seguía y cada vez se hacía más grave. Llegado a un punto el golpeteo desapareció y el impertinente pedazo de sábana volvió a ser halado, y se hubiese desvanecido ante mis ojos de no ser porque tiré de ella a mitad de su recorrido y logré detenerla.
A esas alturas el miedo que sentía brotaba de mi cuerpo en forma de sollozos y las lágrimas se mezclaban con el sudor de mi cuerpo. No veía la hora en que la noche llegase a su fin, pero eso estaba lejos de suceder. No necesitaba prender la luz ya que mi habitación estaba completamente iluminada por la luz de la noche; aun así lo hice para sentirme más seguro. Nuevamente el golpeteo debajo de mi cama. Esta vez era más fuerte que antes, eran golpes como de reclamos. Se detuvo, solo para dar lugar a una respiración fuerte, jadeante, una respiración que no fue más que la antesala de unas lúgubres palabras apenas perceptibles: «La luz no ilumina esta oscuridad». No soporté el terror producido por estas palabras e inmediatamente corrí hacia la habitación de mis padres y me metí entre las sábanas. Atrás dejé ese algo que me aterrorizaba, no pensaba volver nunca más a esa habitación. Recuerdo haber dormido plácidamente en ese pequeño espacio formado por las piernas de mis padres.
En la mesa pude divisar rostros de preocupación. Mamá atinó a preguntar: «¿Los mosquitos?», a lo que afirmé emitiendo un sonido gutural. Papá dio un gran sermón de antesala, solo para decir que nos mudaríamos ese mismo día y que empacara mis cosas. La noticia, contrario a lo que mi padre pensaba, me alegró profundamente e inmediatamente fui a empacar mis cosas.
...
Así fue como me alejé de aquella casa con muchas preguntas en mi cabeza: ¿qué fue lo que se escondía bajo mi cama? ¿Por qué de la noche a la mañana empezó a suceder esto? No descubriría las respuestas sino años más tarde cuando por la TV anunciaron un macabro hallazgo en una casa, hallazgo que relataría una deprimente historia plagada de la más grande desdicha humana. Hallaron un cuerpo encerrado en un pobre prospecto de ataúd bajo los cimientos de la casa. Según estudios posteriores el cuerpo pertenecía a una chica que fue cruelmente torturada por un grupo de desadaptados, quienes, cegados por una estúpida creencia, la ofrecieron como sacrificio a Satán. El cuerpo llevaba veinte años desaparecido y tras él dejó una huella de llanto y dolor por parte de sus familiares. La asesinaron un dos de agosto. Lo peor fue enterarme por resultados forenses que la causa de muerte fue asfixia... Se me hizo un nudo en la garganta, no había dudas, era ella, ella era la que mostraba sus súplicas dando golpeteos, pidiendo ser rescatada de ese cruel encierro. Eligió un dos de agosto, fecha de su cumpleaños, para reclamar su tan ansiada libertad. Esa es la historia.
...¿Pero por qué nuevamente me estoy despertando a esta hora? Ya han pasado muchos años y ella consiguió su libertad. ¿Por qué nuevamente vuelvo a ser presa de este desaforado miedo? No termino de hacer un escalofriante soliloquio cuando escucho un leve golpeteo bajo la cama...
ESTÁS LEYENDO
La Macabra Historia de Ann
HorrorLa macabra historia de Ann ganó como la segunda mejor historia enviada en el mes de agosto, 2015.