Parte 2

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 Llegué incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar, en los sucios antros que habitualmente frecuentaba, otro animal de la misma especie y de apariencia parecida, que pudiera ocupar su lugar. Una noche, medio borracho, me encontraba en una taberna pestilente, y me llamó la atención algo negro posado en uno de los grandes toneles de ginebra, que constituían el principal mobiliario del lugar. Durante unos minutos había estado mirando fijamente ese tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra de encima. Me acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro, un gato muy grande, tan grande como Pluto y exactamente igual a éste, salvo en un detalle. Pluto no tenía ni un pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una mancha blanca, tan grande como indefinida, que le cubría casi todo el pecho. Al acariciarlo, se levantó en seguida, empezó a ronronear con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció encantado de mis cuitas. Había encontrado al animal que estaba buscando. Inmediatamente propuse comprárselo al tabernero, pero me contestó que no era suyo, y que no lo había visto nunca antes ni sabía nada del gato. Seguí acariciando al gato y, cuando iba a irme a casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, parándome una y otra vez para agacharme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró en seguida y pronto se convirtió en el gran favorito de mi mujer. Por mi parte, pronto sentí que nacía en mí una antipatía hacia el animal. Era exactamente lo contrario de lo que yo había esperado, pero- sin que pueda justificar cómo ni por qué- su evidente afecto por mí me disgustaba y me irritaba. Lentamente tales sentimientos de disgusto y molestia se transformaron en la amargura del odio. Procuraba no encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi acto de crueldad me frenaban de maltratarlo. Durante algunas semanas no le pegué ni fue la víctima de mi violencia; pero gradualmente, muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia por él y a huir en silencio de su odiosa presencia, como si fuera un brote de peste. Lo que probablemente contribuyó a aumentar mi odio hacia el animal fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Pluto, no tenía un ojo. Sin embargo, fue precisamente esta circunstancia la que le hizo más agradable a los ojos de mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que una vez fueron mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y puros. El cariño del gato hacia mí parecía aumentar en la misma proporción que mi aversión hacia él. Seguía mis pasos con una testarudez que me resultaría difícil hacer comprender al lector. Dondequiera que me sentara venía a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me ponía a pasear, se metía entre mis pies y así, casi, me hacía caer, o clavaba sus largas y afiladas garras en mi ropa y de esa forma trepaba hasta mi pecho. En esos momentos, aunque deseaba hacerlo desaparecer de un golpe, me sentía completamente paralizado por el recuerdo de mi crimen anterior, pero sobre todo- y quiero confesarlo aquí- por un terrible temor al animal. Aquel temor no era exactamente miedo a un mal físico, y, sin embargo, no sabría definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de admitir- sí, aun en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de admitir que el terror, el horror que me causaba aquel animal, era alimentado por una de las más insensatas quimeras que fuera posible concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha de pelo blanco, de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre este extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque era grande, había sido al principio muy indefinida, pero, gradualmente, de forma casi imperceptible mi razón tuvo que luchar durante largo tiempo para rechazarla como imaginaria, la mancha iba adquiriendo una rigurosa nitidez en sus contornos. Ahora ya representaba algo que me hace temblar cuando lo nombro- y por eso odiaba, temía y me habría librado del monstruo si me hubiese atrevido a hacerlo-; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra... ¡la imagen del PATÍBULO! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte! Y entonces me sentí más miserable que todas las miserias del mundo juntas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante yo había destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir esa angustia tan insoportable sobre mí, un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del descanso! De día, ese animal no me dejaba ni un instante solo; y de noche, me despertaba sobresaltado por sueños horrorosos sintiendo el ardiente aliento de aquella cosa en mi rostro y su enorme pesoencarnada pesadilla que no podía quitarme de encima- apoyado eternamente sobre mi corazón. Bajo la opresión de estos tormentos, sucumbió todo lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban de mi intimidad; los más retorcidos, los más perversos pensamientos. La tristeza habitual de mi mal humor terminó convirtiéndose en aborrecimiento de todo lo que estaba a mi alrededor y de toda la humanidad; y mi mujer, que no se quejaba de nada, llegó a ser la más habitual y paciente víctima de las repentinas y frecuentes explosiones incontroladas de furia a las que me abandonaba. Un día, por una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió escaleras abajo y casi me hizo caer de cabeza, por lo que me desesperé casi hasta volverme loco. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los temores infantiles que hasta entonces habían detenido mi mano, lancé un golpe que hubiera causado la muerte instantánea del animal si lo hubiera alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Su intervención me llenó de una rabia más que demoníaca; me solté de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Cayó muerta a mis pies, sin un quejido. Consumado el horrible asesinato, me dediqué urgentemente y a sangre fría a la tarea de ocultar el cuerpo. Sabía que no podía sacarlo de casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que los vecinos me vieran. Se me ocurrieron varias ideas. Por un momento pensé descuartizar el cadáver y quemarlo a trozos. Después se me ocurrió cavar una tumba en el piso  del sótano. Luego consideré si no convenía arrojarlo al pozo del patio, o meterlo en una caja,como si fueran mercancías, y, con los trámites normales, y llamar a un mozo de cuerda paraque lo retirase de la casa. Por fin, di con lo que me pareció el mejor recurso. Decidí emparedarel cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los monjes de la Edad Media emparedaban asus víctimas.El sótano se prestaba bien para este propósito. Las paredes eran de un material pocoresistente, y estaban recién encaladas con una capa de yeso que la humedad del ambiente nohabía dejado endurecer. Además, en una de las paredes había un saliente, una falsa chimenea,que se había rellenado de forma que se pareciera al resto del sótano. Sin ningún género dedudas se podían quitar fácilmente los ladrillos de esa parte, introducir el cadáver y tapar elagujero como antes, de forma que ninguna mirada pudiera descubrir nada sospechoso.No me equivocaba en mis cálculos. Con una palanca saqué fácilmente los ladrillos y, despuésde colocar con cuidado el cuerpo contra la pared interior, lo mantuve en esa posición mientrascolocaba de nuevo los ladrillos en su forma original Después de procurarme argamasa, arena ycerda, preparé con precaución un yeso que no se distinguía del anterior, y revoquécuidadosamente el enladrillado. Terminada la tarea, me sentí satisfecho de que todo hubieraquedado bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido alterada. Recogí del suelo loscascotes más pequeños. Y triunfante miré alrededor y me dije: «Aquí, por lo menos, no hetrabajado en vano»El paso siguiente consistió en buscar a la bestia que había causado tanta desgracia; pues porfin me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera aparecido ante mí, habría quedado sellado su destino, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no se me pasara mi mal humor. Es imposible describir, ni imaginar el profundo y feliz sentimiento de alivio que la ausencia del odiado animal trajo a mi pecho. No apareció aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, incluso con el peso del asesinato en mi alma. Pasaron el segundo y el tercer día y no volvía mi atormentador. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡El monstruo aterrorizado había huido de casa para siempre! ¡No volvería a verlo! Grande era mi felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba poco. Se hicieron algunas investigaciones, a las que me costó mucho contestar. Incluso registraron la casa, pero naturalmente no se descubrió nada. Consideraba que me había asegurado mi felicidad futura. Al cuarto día, después del asesinato, un grupo de policías entró en la casa intempestivamente y procedió otra vez a una rigurosa inspección. Seguro de que mi escondite era inescrutable, no sentí la menor inquietud. Los agentes me pidieron que los acompañara en su registro. No dejaron ningún rincón ni escondrijo sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez bajaron al sótano. No me temblaba ni un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente como el de quien duerme en la inocencia. Me paseaba de un lado a otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho e iba tranquilamente de acá para allá.

El gato negro de Edgar Allan Poe [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora