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Al amanecer del siguiente día, Malcom observaba a las Bestias desde lo alto de los muros protectores de Rhor. Trataba sin éxito de entender las razones de lo que estaba sucediendo y que ponían a Rhor en aquella situación fuera de su gobierno en la cual afuera de la ciudadela acechaba un ejército de emisarios de la muerte.

Las Bestias descansaban entre los cuerpos de aquellos que las trataron de contener mientras los demás corrían por refugio hacia la ciudadela. Como si con eso quisieran hacer llegar un mensaje.

- Éste es el destino que les aguarda, aldeanos; - su presencia parecía querer decir - tarde o temprano, de una u otra forma.

Permanecían quietas, esperando con la paciencia que sólo posee la mismísima muerte, confiadas en un desenlace predecible, inevitable. Malcom simplemente no podía encontrar el sentido de todo que sucedía. Las Bestias no podían atravesar los muros. Aunque todos los habitantes de la ciudadela muriesen jamás se podrían alimentar de ellos.  ¿Qué había hecho Rhor para merecer esto? ¿Dónde estaba la justicia o la lógica en esto? Se preguntaba mientras una sensación fría recorrió su cuerpo.

Esto era lo que le preocupaba. Con apenas dieciséis años y algo más, debía atravesar un mar de asesinos, caminar por las inhabitadas Tierras Abiertas, solo, sin ayuda, agua, ni comida y regresar con gente dispuesta a enfrentarse a las Bestias. Aunque, sonaba como una locura, no se arrepentía de haberse ofrecido para ello. Secretamente, Malcom siempre había querido hacer algo heroico, algo que hiciera a su familia sentirse orgullosa de él, a Rhor orgullosa de él. Sentía que él estaba destinado para algo grande, algo más que una vida común y que su merecido momento, por alguna razón, no le había llegado aún.

Sin embargo, habiendo tenido toda la noche para meditar fríamente sobre la hazaña planteada frente a él, cada vez más le parecía derechamente imposible desde el principio. Tenía una sensación en las tripas que no podía sacudir de sí mismo. Miedo.  Desde los muros de Rhor, Malcom miró de nuevo a los cuerpos sin vida, yacientes entre las Bestias.

-Gente heroica, pensó, sus familias deben estar orgullosas de ellos. Ofrecieron sus vidas sin pensarlo, como hice yo. Aunque me hubiese agradado aunque sea un poco de resistencia de parte de la mía.

Respiró hondo, cerró sus ojos, relajó sus músculos y se concentró en su misión, tratando de hacer a un lado la sensación terrible que se había alojado en su estómago.

- ¿Sientes miedo? - le preguntó una voz familiar a su lado. Era su madre, la Matriarca Robin Strongchild.

Robin era una mujer alta, más alta que el promedio del aldeano de Rhor, y de hombros anchos como la mayoría de ellos pues nunca había evadido el trabajo duro

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Robin era una mujer alta, más alta que el promedio del aldeano de Rhor, y de hombros anchos como la mayoría de ellos pues nunca había evadido el trabajo duro. Portaba una cabellera larga de color castaño, que el tiempo había comenzado a de teñir de blanco. Tenía ojos pardos y profundos, que rara vez juzgaban pero siempre evaluaban. Su voz era profunda para ser mujer y la ocupaba cuidadosamente. No la elevaba a menos de que fuera absolutamente necesario y siempre estaba dispuesta a escuchar los puntos de vista de otros, y a ponderarlos fríamente, pero no necesariamente dejarse llevar por ellos. Verdaderamente Robin imponía respeto con su sola presencia, pero también había sabido ganárselo y mantenerlo. Era un líder firme, pero justo. Explicaba sus razones y lideraba a través del ejemplo, personificaba lo que esperaba de su pueblo. Altruismo, disciplina y visión colectiva.

ENTRE BESTIAS - Parte I -  Hijo del Bermellón [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora