unos años desdichados ella murió; al menos su es- tado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no ha- bían desaparecido del todo, y las caricias de su ama- do la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su aloja- miento en la aldea. Empleó unos poderosos re- constituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su cora- zón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su