Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos másqueridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencierande que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causabamuchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado erala excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban detranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentosmás sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que ladescomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun asímis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningúnconsuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandéremodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desdedentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hastamuy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro.