Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha,vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones.Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Metoqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyópara siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues nopude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparadocon tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte ypeculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba enla cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podíarecordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido enalgún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra ypara siempre, en alguna tumba común y anónima.