Italo Calvino, uno de los más originales narradores del actual panorama de nuestra Europa —como lo confirmó la atribución en 1976 del Premio del Estado para la Literatura Europea del gobierno austríaco—, es, desde el punto de vista biográfico, un autor oscuro. Apenas sabemos de él sino su nacimiento en Cuba —en 1923, hijo de padres italianos—, su educación en San Remo hasta los 20 años, su afiliación al PCI y su participación en el movimiento guerrillero de la Resistencia, su amistad con Pavese y Vittorini, que apadrinaron sus incursiones iniciales en el mundo literario, su trabajo como asesor de la Editorial Einaudi, su baja del Partido Comunista en 1957 —los sucesos de Hungría—, y paremos de contar. Para compensarlo, disponemos en cambio del testimonio que nos aporta su obra, una colección de fabulaciones animadas perennemente por una intención moral e incluso polémica.
Tras una inicial vinculación al Neorrealismo —la novela corta "II sentiero dei nidi di ragno", los cuentos de "Ultimo viene il corvo"— con narraciones que contaban historias de partisanos, que se derivaban de la experiencia vivida, que eran realistas, pronto Calvino descubre en sí —tarea en la cual le ayudó la crítica, al señalarlo en su obra desde sus comienzos— un espíritu fabulador, un fantástico transfigurador de la realidad.
"El vizconde demediado" es el primer fruto de este descubrimiento. En el "Prefacio" que Calvino escribió en junio de 1960 para la edición de "I Nostri antenati" ("Nuestros antepasados"), que recoge tres novelas de una alegoría de lo contemporáneo, novelas que tienen en común el hecho de ser inverosímiles y de desarrollarse en tierras imaginarias y en épocas remotas ("El vizconde demediado", "El barón rampante" y "El caballero inexistente"), el autor analiza su materia con tan rigurosa lucidez que no me resisto a transcribir aquí algún párrafo:
"...Hastiado de mí mismo y de todo, me puse a escribir, como pasatiempo privado, «El vizconde demediado» en 1951. No tenía el menor propósito de defender una poética en lugar de otra, ni la menor intención de alegoría moralista, ni mucho menos política en sentido estricto. Reflejaba, sí, aunque sin darme mucha cuenta, la atmósfera de aquellos años. Estábamos en el corazón de la guerra fría, en el aire había una tensión, un desgarramiento sordo, que no se manifestaban en imágenes visibles pero dominaban nuestros ánimos. Y he aquí que al escribir una historia completamente fantástica, me encontraba expresando sin advertirlo no sólo el sufrimiento de ese momento particular, sino el impulso a salir de él; esto es, no aceptaba pasivamente la realidad negativa, sino que conseguía sumergirme de nuevo en el movimiento, la fanfarronería, la economía de estilo y el despiadado optimismo que habían sido los de la literatura de la Resistencia."
Partiendo de ese impulso, y de una imagen en la cabeza —la de un hombre cortado en dos por una bala de cañón—, Calvino desarrolla esta parábola del vizconde Medardo, que simboliza a la perfección el hombre contemporáneo, incompleto, demediado, no reconciliado consigo mismo.
Para salir del callejón sin salida en el que se veía metido como narrador realista, Calvino acude también a su afición a ciertas novelas de aventuras, como las de R. L. Stevenson —y el doctor Trelawney de "El vizconde demediado" resulta elocuente sobre este homenaje de Calvino al novelista anglosajón: recuérdese el personaje homónimo —el Squire Trelawney— de "La isla del Tesoro—, y, en definitiva, a su constante interés por los cuentos populares, infantiles o no, interés concretado en la monumental edición de las "Fiabe Italiane" que nuestro autor preparó en 1956. Aunque en todo esto haya una idea matriz: la importancia de la literatura de tradición oral, de los cuentos populares, como material novelesco. En un artículo, "II midollo del leone", que Calvino publicó en la revista "Paragone" en junio de 1955, esta filiación es evidente: «La impronta de las fábulas más remotas: el niño abandonado en el bosque, o el caballero que debe superar encuentros con fieras y encantamientos, sigue siendo el esquema insustituible de todas las historias humanas, sigue constituyendo el plan de las grandes novelas ejemplares, en las cuales una personalidad moral se realiza moviéndose en una naturaleza o en una sociedad despiadadas.»
Pero no quisiera que de todo lo anterior se desprendiese una falsa imagen de Calvino: el autor puramente fantástico, que despliega sus fantasías como una evasión. El desquiciamiento de la razón que presentan las tres novelas de "Nuestros antepasados", su aire descabellado e irreal, vienen siempre hilvanados por una lógica implacable; en ese mundo aparentemente imaginativo subyace, de la mano del humor, una realidad que nos presenta hechos y situaciones muy reales, muy de hoy, recamando de continuo el símbolo con el hilo de la realidad. El resultado final puede parecer un tapiz fantástico, con afiligranados arabescos, una brillante explosión colorista, pero lo que Calvino nos cuenta es siempre algo esencial en la vida humana: la soledad, el miedo, la lucha, la liberación. Con las fábulas va ligada constantemente una intención moral, afirmada sin la menor reticencia por nuestro autor cuando dice creer "en una literatura que sea presencia activa en la historia, en una literatura como educación".
Una muestra de lo que pretendo decir está en que en la misma década del 50, en la cual Calvino idea las tres novelas del ciclo que nos retrata a nuestros ancestros, y con ellos a nosotros, se publican también "La especulación inmobiliaria" (1957) y "La nube de smog" (1958), cuyos temas vuelven a injertarse en el realismo; son, en último término, literatura de denuncia de esta sociedad moderna que hace pesar sobre el individuo unos condicionamientos políticos y económicos que desconocen, en nombre de una lógica objetiva, las motivaciones humanas, y que consideran la destrucción de la naturaleza y del hombre —quizás no sea ajeno al tema de la especulación inmobiliaria el desastre urbanístico que hoy infesta la Riviera adolescente de Calvino— como medios legítimos para alcanzar sus finalidades de poder.
Volviendo a nuestro vizconde, al escindido Medardo de Terralba, su historia, que no pienso desvelar al lector, para no privarle del gozo del "suspense" —y recuerdo a este respecto que le propuse a Calvino desplazar el "Prefacio" de "I Nostri Antenati" a "Postfacio" en la traducción castellana del ciclo completo, con objeto de no "destripar" la narración desde el comienzo—, se organiza sobre un esquema perfectamente geométrico: el protagonista, mutilado y satisfecho con su mutilación, en la que cree ver una superación de "la obtusa e ignorante integridad" de los seres enteros; el narrador, un "yo" niño que puede ver todo lo que a su alrededor ocurre con límpidos ojos infantiles; los dos coros de los leprosos y los hugonotes, irresponsables y decadentes los enfermos, intransigentes moralistas los protestantes, que no se apoyan sobre una base religiosa auténtica, sino sobre memorias de memorias; más dos personajes singulares, cada uno en su estilo: el inicialmente stevensoniano doctor Trelawney, que a lo largo de la novela se carga de psicología propia, y el maestro carpintero Pietrochiodo, capaz de construir perfectos instrumentos de tortura y radicalmente incapaz de dar cuerpo a máquinas benéficas, paradigma, en palabras de Calvino, del "científico o el técnico de hoy que construye bombas atómicas o dispositivos cuyo destino social ignora, y a quien el interés exclusivo de «hacer bien su oficio» no puede bastarle para quedar en paz con su conciencia". Con estos ingredientes, Calvino ha acertado a construir una fábula en la que campea por encima de todo la sátira, el humor, como si el autor se burlase en cierta medida de lo que está escribiendo, y que bajo los ropajes de la imaginación libérrima configura una de las tragedias fundamentales del hombre de nuestros días: la mutilación, la escisión de la personalidad, en suma, la alienación.
Unas palabras finales sobre la traducción de Francesc Miravitlles. Imperativos editoriales han impedido que Bruguera pudiera ofrecer al lector en esta edición de bolsillo mi traducción de hace ya unos años. Aunque parezca superfluo repetir un trabajo tan creador como puede ser el de una traducción, la que el lector tiene ahora en sus manos es una buena muestra de cómo las lecturas de un texto son, no ya dobles o triples, sino infinitas, y enriquecedoras en su multiplicidad. Lo sustancial, que en una traducción es siempre el tono del original, está perfectamente reflejado aquí. Y aunque podría disentir en lo accesorio —mi fruto personal de una lectura también personal—, centrando mis reparos en un problema de léxico, que yo intenté que siguiera siendo abstruso cuando en Calvino también lo era, mientras que Francesc Miravitlles ha partido de otro criterio —facilitar al lector la comprensión del texto castellano, incluso en los casos en que para un lector italiano era tarea difícil desentrañar el significado de ciertos vocablos del original—, eso indica que la presente traducción ha llevado a cabo una meritoria tarea de acercamiento a nuestros lectores de "El vizconde demediado", novela que encuadro sin vacilar entre las más interesantes de la narrativa italiana de nuestro siglo.
Adelante, pues. Adéntrese ya el lector por los campos de batalla de una guerra austroturca de finales del siglo XVII, donde los cadáveres de los soldados se confunden con las carroñas de los buitres que los devoran, y de donde saldrá nuestro vizconde demediado para regresar a su tierra natal en busca de una plenitud distinta.