Capítulo 1: "Miradas".

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‒ Maylea, May bebé. ‒ Dijo un hombre castaño, de unos cincuenta años, posando sus manos en los hombros de la morocha que yacía durmiendo plácidamente en su respectiva cama. La muchacha estaba con su boca abierta y unos sonidos propios de un monstruo salían de su garganta.

‒ Despierta ya, querida. ‒ Insistió el señor por segunda vez y finalmente Maylea entreabrió sus ojos y pestañeó varias veces intentando acostumbrarse a la luz del sol, que entraba de un gran ventanal. La chica miró a su papá, se veía sonriente y este la observaba con ojos cálidos, le dedicó una sonrisa cansada y depositó un beso en la mejilla de su padre.

‒ Buenos días, pa. ‒ Dijo mientras se sentaba y estiraba sus brazos, seguido de un bostezo. Se veía despeinada y las ojeras no pasaban desapercibidas; producto de una noche intensa, en realidad de una madrugada.

‒ Hola, bella durmiente. Tu padre quiere llevarte a clase hoy. ‒ Dijo el hombre levantándose de la cama y caminando hasta la puerta desapareciendo finalmente. Maylea asintió aún que su papá no la haya visto.

Salió de su cama de un salto y se envolvió con las sabanas cubriendo sus pechos. Mientras escogía su ropa recordaba la noche anterior con una sonrisa en sus labios. Había pasado la noche fuera y había llegado hacía unos veinte minutos a casa; era una gran actriz, y una vez más conseguía que su padre se creyera la escena de 'dormí mis ocho horas correspondientes'.

‒ Hola papá. ‒ Dijo cargando la mochila en su hombro a la vez que se acercaba a un hombre de cabello rubio un poco más alto que su otro padre; así es, otro padre.

‒ Hola, nena. ‒ Pronunció el hombre con voz dulce y depositó un beso en la frente de su hija. ‒ ¿Vamos? Saluda a tu padre, te espero en el auto. ‒ Volvió a decir y cruzó el umbral de la puerta principal.

‒ ¡Ya me voy, pa! ‒ Gritó la morocha y añadió. ‒ ¡Te amo! ‒ Y siguió el camino de su padre, Isaac.

A penas puso un pie fuera de su casa el frío la invadió por completo haciéndola temblar. Aun así amaba el invierno, y más la nieve; lo que más le gustaba de Minnesota era el clima. Se desvió de sus pensamientos y subió al auto.

‒ Nos vemos, te amo. ‒ Dijo Maylea y salió del coche de su padre. Un día nuevo la esperaba, y eso incluía volver a ver a Izan, para además, tener que soportarlo. Decidió evadir ese tipo de pensamientos y seguir caminando para así adentrarse en el edificio.

Una mano se posó sobre su brazo haciéndola girar, era Dáphne, su mejor amiga, y verdadera a diferencia del resto. Esta lucía sonriente, con su cabello rubio perfecto y esa alegría que Maylea amaba; Dáphne era luz, chispa, brillitos de colores.

La rubia abrazó a Maylea con fuerza y se separó tomando su mano para caminar, algo que siempre hacía confundir a muchos, pero a las amigas les daba risa. Caminaron entre toda la multitud de adolescentes. La morocha observó a todos detenidamente; una pareja besándose contra una pared, un grupo de chicos fumando a escondidas, y las pesadas que se creían amigas de ella.

Dáphne rodó los ojos al ver al grupo de plásticas acercarse a ellas; solo por el hecho de que Maylea las había invitado a una de sus tantas fiestas, ya se creían mejores amigas de ella. Maylea era suya y no pensaba compartirla con nadie, y menos con aquellas chicas.

Maylea logró evitarlas y por fin entrar a clase, escuchaba a su mejor amiga mientras buscaba un lugar donde sentarse. Sintió una mirada clavada en su espalda, tomó asiento y miró hacia la derecha; un chico de cabello oscuro la miraba fijamente, sin expresión alguna en su rostro. De un momento a otro lo que la rubia contaba había perdido interés y ahora se concentraba en ganar la guerra de miradas con aquél chico.

Los ojos verdes del muchacho no abandonaban los ojos avellana de Maylea, la batalla siguió por unos diez minutos. Maylea no iba a dejar que le ganase, ni de chiste. Pero lamentablemente todo termina, y para su guerra de miradas había llegado el final gracias al pelinegro que había tomado a Maylea por la nuca y la besaba apasionadamente.

La morocha lo alejó con cuidado y le mostró su mejor sonrisa falsa y forzada, como todas las que le dedicaba a Izan. Ya estaba harta de él, no eran nada, pero el chico molía a golpes a cualquier chico que se le acercara.

‒ Hola, muñeca. ‒ Dijo con un tono de voz arrogante. Maylea sintió como Dáphne ponía los ojos en blanco y suspiraba, ella sabía bien que ya no podía ni verlo.

‒ Izan. ¿Qué tal todo? ‒ Preguntó sin interés alguno, solo para ser cordial y no tener que lidiar con los reclamos del chico luego.

El profesor entró y en ese momento Maylea hubiese corrido a besarlo si no fuese porque tenía cincuenta y siete años. El hombre mayor miró a Izan de mala manera; él no pertenecía a la clase, era un año mayor.

‒ Lo siento, viejo, ya me iba. Solo venía a saludar a mi hermosa chica, la cual es mía. ‒ Dijo el pelinegro señalando a cada chico de la clase.

‒ Ya salga de una vez, señor Vólkov, gracias. ‒ Dijo el profesor Monteiro intentando mantener la calma, debía lidiar con el chico cada una de sus clases. Su paciencia tenía un límite y no quería que Izan pasara este.

Maylea suspiró pesadamente y tapó su cara con sus manos. Quería que la tierra se la tragara y la vomitara en China, o Japón. Dáphne posó una mano en su hombro apoyándola, aún que ella misma sabía que si el chico seguía molestando iba a sacarla de las casillas.

La clase finalizó normalmente, como siempre, la hoja de Maylea estaba en blanco. Comenzó a guardar sus cosas en la mochila, y en el umbral de la puerta Dáphne la esperaba. Maylea, Dáphne y aquél chico de la guerra de miradas, eran los únicos en la sala.

La morocha observó al muchacho de aquellos ojos verdes y le dedicó una sonrisa triste. Este le devolvió la misma expresión y observó cómo caminaba hacia la salida; tenía mucha curiosidad por aquella chica, pero no iba a hablarle, ni ahora ni nunca.

‒ Señorita Valencie, espere no se vaya. Necesito hablar con usted. ‒ Dijo el profesor Monteiro parándose de su silla y esperando que la chica se acercara para hablar.

Maylea maldijo internamente y se dio la vuelta con lentitud caminando hasta el escritorio del hombre pensando en las mil y una cosas que este podría decirle. Estaba segura que se trataba de sus notas, siempre le hablaban de ese tema.

‒ ¿Si? ‒ Dijo tranquila y calmada, ya estaba muy acostumbrada.

‒ Bueno, quería hablar sobre tus calificaciones. Son un desastre Maylea, ya no sé qué hacer contigo, para que te interese la clase. ¿Está bien, señorita? ‒ Preguntó casi con un tono de desesperación.

‒ Estoy bien, perfectamente bien. No logro concentrarme, es solo eso, profesor. Prometo comenzar a esforzarme. ‒ Maylea sabía de memoria ese discurso, se lo daba a cada profesor.

‒ Bueno, confío en ti. Ya puedes ir. ‒ Dijo finalmente y la morocha salió de la sala junto con su mejor amiga encontrándose con un Izan furioso.

Sus nudillos estaban blancos debido a como presionaba estos, tenía los ojos inyectados en furia, y los labios formaban una línea perfecta. Maylea lo miró tranquila y serena, así era ella, no le interesaba que haga otra de sus escenas; estaba cansada de preocuparse por eso.

‒ Maylea, vas a hablar conmigo, quieras o no. ‒ Dijo con un tono que provocó que Dáphne y todos los presentes, excepto su mejor amiga, se lo quedaran viendo con cierto miedo. 

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⏰ Last updated: Oct 06, 2016 ⏰

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