La gravilla de la entrada crujió bajo los anchos neumáticos del deportivo negro. El jardinero dejó de rascarse la entrepierna durante unos instantes, miró de reojo el impecable Audi TT descapotable del que un hombre alto y elegante acababa de bajarse y, como hacía a menudo, pensó en lo injusta que era la vida, antes de volver su atención a la manguera con la que en ese momento refrescaba el espectacular parterre de hibiscos rojos.
Bruno del Valle abrió el maletero, sacó el escaso equipaje y las largas piernas salvaron con agilidad los tres escalones de piedra de la entrada. Casi en el mismo instante en que apoyó el índice sobre el timbre de la puerta, esta se abrió y un mayordomo de chaleco a rayas y expresión impasible, de esos que ya solo aparecen en las películas inglesas de baronesa, castillo y té, lo invitó a pasar.
—Buenos días, señorito Bruno —saludó, inclinándose con insospechada flexibilidad para coger su equipaje.
—Buenos días, Víctor. Ya veo que en esta casa nunca cambia nada.
El hombre asintió con dignidad, como si fuera un cumplido, y lo condujo a través de varios salones de gran amplitud, hasta llegar a un porche digno de figurar en la portada de Casa y Jardín, frente al cual se extendía una interminable pradera de césped bien cuidado que refrescaba la vista.
—Señora, el señorito Bruno.
—Gracias, Víctor. Tráiganos algo de beber, por favor.
Bruno se inclinó sobreel amplio sillón de ratán y besó a su hermana en la mejilla.
—Hola, Eva. Como ves, tus deseos son órdenes para mí, así que aquí me tienes.
A la mujer no le gustó el brillo malicioso de aquellos burlones ojos oscuros tan distintos de los suyos, castaño claro y algo miopes. En realidad, su hermano y ella no podían ser más diferentes. Bruno era muy alto, y el polo azul que llevaba esa mañana resaltaba los hombros amplios de nadador amateur. Unas pocas canas salpicaban sus sienes y aliviaban el tono, casi negro, de sus cabellos. A pesar de le quedaban pocos años para cumplir los cuarenta, había que reconocer que estaba más atractivo que nunca. Muchas mujeres debían pensar lo mismo, a juzgar por la escandalosa cantidad de ellas que, según los rumores, pasaban por su cama.
Eva, en cambio, con sus mechas rubias y su figura regordeta, parecía exactamente lo que era: una mujer de mediana edad —aún le costaba creer que hubiera cumplido ya los cincuenta y dos hacía menos de un mes— que disfrutaba demasiado de la comida. Era injusto, suspiró; aunque solo fueran hermanos de padre, ¿por qué no podía ella parecerse un poco más a Bruno?
La voz profunda de su hermano —hasta en eso parecía que los dioses le habían premiado con doble ración de testosterona— la sacó de sus cavilaciones, y tuvo que pedirle que repitiera lo que acababa de decir.
—Me gustaría saber donde están los tortolitos —dijo sentándose sobre uno de los enormes y confortables sillones con sus característicos movimientos felinos—. Estoy deseando conocer a la maravillosa prometida de mi ahijado. A juzgar por las palabras de Diego, la interminable lista de encantos que la adornan haría babear al perro de Pávlov sin necesidad de campanilla.
Eva se revolvió en su asiento nerviosa, algo que le ocurría siempre que se enfrentaba con aquel hermano que, aunque era catorce años menor que ella, de alguna manera la hacía sentirse una niña pequeña y algo estúpida. La elegancia de sus ademanes, la arrolladora seguridad en sí mismo de un hombre que ha llegado a lo más alto en su profesión, y el oscuro encanto que lo rodeaba como un halo invisible minaban aún más su ya escasa autoestima cuando se comparaba con él.
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Mi tramposa favorita
RomanceDaniela Caballero y su hermano Luis viven al día, trampeando como pueden. Su timo favorito es sencillo: él se encarga de buscar algún incauto con más dinero que cerebro, y ella lo atonta con su belleza antes de pegarle un buen sablazo. Hasta ahora n...