Mamá me puso de nombre Bertrand con¨¨d¨¨en honor a aquel francés que de paso se convirtió en mi padre, y de apellido, el suyo, que era el único válido que conocía. Apenas empecé a andar me sacaba afuera con un trozo de pan para que tomara el poco sol aragonés y jugara con las ovejas de todo el Pirineo. Siempre fuimos pocos en mi pueblo, y hoy, pasado algunos años no entiendo ni cómo eramos felices. Cada tanto llegaban desde el valle para esconderse allí, algunos hombres hambrientos, que yo nunca ví, huyendo de los nacionalistas, a quienes tampoco jamás ví. En nuestra casa mi madre nunca metió a ninguno, pero los días de estas escondidas parecía más nerviosa, y preparaba migas con tocino sin parar. Me acuerdo que yo salía corriendo con unos platos de lata que mi madre ordenaba se los llevara a Don Antón y él, sin dejarme entrar a su granero, me gritaba que los dejara afuera y que me hiciera humo. Yo le obedecía, claro, y salía con aún mis pantalones cortos a encerrarme con mi madre en casa y pasarle los dedos a los últimos restos de la olla sin que ella me viera. Cada domingo el Padre Marzal llegaba desde algún pueblo a oficiar la misa de nueve en Santa Eulalia y era don Antón el encargado de subir al campanario y darle a la campana a las nueve menos cuarto para avisar lo que ya todos sabían. El era el único que nunca entraba en la Iglesia. Nunca supe por qué.
Una primavera, Don Antón me llamó con un agudo chiflido que me paró en seco mientras cruzaba corriendo con otro niño la plaza del pueblo.
-Bertrand, ven.-me dijo haciéndo el gesto de acercarme con la mano- Aprenderás a tocar la campana esta tarde a las seis.
Cada día a la seis, don Antón subía conmigo la gran escalinata de piedra hasta lo alto respirando como un viejo acordeón. Tomar la cuerda y darle al metal no era dificil, pero jamás me dejó hacer sonar la campana. Don Antón insistió en estos encuentros silenciosos durante cada día, menos los domingos donde sólo subía él. Nuestros momentos vespertinos en el campanario duraban lo que duraba en acallársele los pulmones, y nunca dijo mucho. Sólo una vez me contó que desde allí estudiaba por cuál ladera aquellos jóvenes hambrientos deberían escapar hasta el valle sin ser sorprendidos.
Para un domingo de Noviembre, cuando todo el valle ya estaba rojo y dorado como a mí me gustaba, y a las nueve menos cinco la campana de Santa Eulalia no había sonado aún, me puse por primera vez los largos y salí de casa como hombre.