El día comenzó como cualquier otro. Levantarse, cepillarse los dientes, desayunar, ir al colegio a las 7:30 de la mañana. Pero, obviamente, ese día algo pasó, porque de otro modo no habría historia.
7:40 los alumnos se posicionaron en filas para izar la bandera. La directora con su melena rubia alborotada tomó el micrófono y saludó a los alumnos. Hablaba la mujer, sin cesar, nadie nunca la escuchaba.
La bandera se mecía con pereza y se plegaba sobre sí misma, con la misma lentitud con la que transcurrían los minutos para los alumnos.
Algo captó la atención de los adolescentes somnolientos. Algo más extraño y llamativo que las botas rosas hasta la rodilla de la directora. Una sombra, sin forma, que se movía tan veloz que muchos creyeron imaginarla.
Entonces, la sombra saltó sobre la cabeza de la mujer, sobre su nido de pelo pajoso, y la tiró al suelo haciéndole crujir la cara contra el piso. Aurora seguía sonando, mientras otras tantas sobras negras corrían por sobre el cuerpo de la directora y se abalanzaban hacia adelante, a donde estaban los alumnos.
El micrófono amplificó los gritos, hasta que se detuvieron.