Pasadizos truculentos son, ojos claros locuaces que lo dicen todo. Albergo una montaña mágica de posibilidades y lo ando vomitando por las pupilas, despilfarrado en matices, ciénagoso. Lo mismo siempre, un caleidoscopio. Harto del mundo, vine a crearte uno, como un Dios; y juego a ponerte nombres y caras, y maquillo escenarios ficticios con fidelidad HD para adentrarte en un rollo fílmico. Allí soy director, y doy pautas, y me regodeo con un sombrerito extraño que yo mismo pinté a mi antojo para parecer un artista de vanguardia con muchas buenas ideas cocinándose en la materia gris. El argumento termina siendo el mismo, algo repetitivo, esquemático y hasta aburridor: de ti los ojos, la actitud, tu rareza y esos vestidos de flores sin maquillaje que te sientan tan bien. A veces la poesía me agobia, o todo el tiempo, ya no la aguanto, y debo entonces imaginar algún método; quizá funcionen las mentiras, eso de ver a otras por ahí en los autobuses y achacarte sus actividades, alguna ayer en el metro leía e insistía cada cierto tramo mirarme por encima de los anteojos. La sorprendí en tantas oportunidades que le clavé la mirada y la sujeté a su silla, sentía que no podía moverse y ejecutaba sonrisitas insípidas y nerviosas con ánimo pacificador; debí abandonar la estación, la lluvia lo sumió todo en humedad, entendí que pago una pena de prisión en los calabozos de la cotidianidad.