Ese día era nebuloso, ventoso y gris, del encapotado firmamento caían grandes gotas de lluvia, como lagrimas apesumbradas que deslustraban los vidrios de los colosales y arcaicos ventanales del castillo, dejando una imagen taciturna ante los ojos de cualquier ente que habitara en el lugar. Sí, en efecto, era deprimente para cualquier alumno, pero jodidamente desmoralizador para mí.
La corbata de franjas verde y plata, haciendo honor a la casa de los ofidios, estaba desaflojada, el cabello platinado casi blanco que me calificaba, se despeñaba sobre mis ojos trastocado a causa de haber pasado tantas veces mis manos con la desesperación que me estaba matando lentamente, que me consumía, que hacía que mis pensamiento fueran más tristes a cada segundo que transcurría. En mis ojos, no habitaba ni una pizca de la arrogancia, soberbia y superioridad de la que me disfrazaba, sino dos grandes ojeras que gritaban soledad y cansancio, mucho cansancio. El año estaba siendo plomizo y desalentador, daba igual el día que fuera, estaba siendo un calvario de principio a fin, con continuas misivas de mi madre, de la loca de mi tía Bellatrix y siempre Snape persiguiéndome como un perro para ofrecerme una ayuda que no aceptaría de ningún modo. Yo era Draco Malfoy y, por muy desesperado que estuviera, saldría solo adelante. Creía que estaba hecho de oro en fino polvo brillante, que vivía en mundos de plumas, llama y diamante. Me creía fuerte, de piedra y con espalda intocable, sin saber que bastaba solo una ráfaga de viento para tumbarme.
Me sentía agobiado y con una sobredosis de desesperación que era capaz de infundir valor al más cobarde.
Silencio.
Era la medicación que tomaba para no sentirme así.
Los sentimientos se amplificaban gracias a la misión que el ladino ser con la cara como la de una serpiente, los ojos rojos como la sangre que derramaba y una afilada lengua que destilaba cianuro, me había encomendado.
Tenía que infiltrar a los mortífagos en el colegio y matar al achacoso Dumbledore.
¿Qué pasaba si no lograba hacerlo?
La respuesta era muy simple: mi madre pagaría el fallo, como estaba pagando ahora el yerro de mi padre que cumplía sentencia en Azkaban, la prisión de los magos; gracias a la batalla del Ministerio, donde no consiguió escuchar la estúpida profecía.
¿Como se suponía que iba a meter a una panda de dementes y perturbados en Hogwarts?
Porque ya no creía en la pureza de la sangre, ya no me sentía superior a los sangre sucia, ni a los mestizos. Lo único que quería era volatizarme, que me dejaran, ser uno más del montón, no ser un jodido Malfoy.
Y lo más importante de todo.
¿Cómo iba a matar al mago más grande de todos los tiempos?
Era un chico de apenas dieciséis años que tenía sobre sus hombros la carga más pesada. Me hubiera hundido hasta el fondo de mi sangre para deshacerme de ella, porque la gloria era una carga pesada, un veneno que asesinaba, y soportarla era un arte. Lo intentaba todo, desde envenenarlo, hasta embrujarle mediante oscura magia. Gracias a Salazar Slytherin, la rídicula Gryffindor no se acordaba de nada, o si no ese hubiese sido mi fin. Por otra parte, había estado intentado reparar el armario evanescente, armarios que actúan como un pasaje entre dos lugares, pero para mi gran desgracia, aún no lo había conseguido.
Desde que ingresé en mi sexto año, si el imbécil de Potter no me hubiese atacado con esa agonizante maldición, ya lo hubiera conseguido y mi madre no correría cada día más y más peligro. Porque si, era el príncipe de Slytherin, conocido por no responsabilizarse ni preocuparse por nadie, solo por si mismo, pero Narcissa era mi madre. Y la quería, a pesar de que no lo demostrara a menudo; ella era importante para mí, la persona más importante del mundo, porque no hay más que el amor de una madre por su hijo.
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NUESTRA PRIMERA VEZ ▶ DRACO MALFOY
FanficUn día gris. Él se desmoronaba en pedazos. Ella solo buscaba ayudarle.