Estados Unidos, New York.
Le paso las monedas al hombre de contextura grande y grasosa que vendía banderines, esas deliciosas salchichas enterradas a una brocheta de fina madera pulida por maquinas, fritas en aceite caliente, y manchadas con chorros de deliciosa mostaza dentro de un contenido de plástico verde — Gracias — digo, mientras recibo mi comida favorita.
Camino por el desolado muelle de madera, está desierto, y tan solo se pueden oír mis pasos, y mis pequeños mordiscos, saboreando con cada papila gustativa el delicioso sabor de mi banderín con mostaza.
En eso escucho el ruido de mis fieles enemigas — gaviotas — como las odiaba, siempre me robaban mis banderines, pero no esta vez.
— Creo que será la próxima — salgo corriendo con mi banderín en mano, mientras que el caliente sol ilumina mi cómica escena.
Una joven de 17 años, corriendo de una gaviota que quiere comer, interesante, totalmente interesante.
Que sarcasmo.
Corro hasta un callejón, con el deseo de perderla, y bingo, la perdí.
Salgo de mi escondite y camino a la vereda de la calle pavimentada, miro hacia mi lado izquierdo y derecho, hasta ver mi transporte. Hago una señal para que el taxi se detenga, pero no lo hace y pasa por el agua, mojando me toda.
Miro su patente y la repito varias veces en mi mente para recordarla, de él, me vengaría mas tarde.
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