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Y otra cena en la que hay pelea. Otra de las tantas. Ya es mejor que no cenara la familia junta, porque los padres terminaban discutiendo siempre por una cosa u otra.

Ellos no se daban cuenta, pero sus hijos sufrían a ello. Otto, con sus siete años, no sabía qué hacer, así que se quedaba mirando hacia bajo, agarrando y comiendo pequeños pedazos de comida con el tenedor, tratando de no hacer ningún ruido para no llamar la atención y que el también entrará en la tormenta de gritos, recibiendo unos cuantos.

Sara, de tres, observaba todo con los ojos bien abiertos y la cara apenada. Su madre estaba demasiado ocupada discutiendo para poder darle de comer, y su hermano estaba al otro lado de la mesa. Sabía que algo malo estaba pasando, pero no llegaba a entender cómo ni qué.

Todos esos gritos se expandían y llegaban a todos los rincones del comedor. A todos los rincones de la casa. Y los dos pobres pequeños se los tragaban junto con su comida.

La pelea siempre terminaba cuando uno de los dos cedía o perdía la paciencia y se levantaba de la silla haciendo el mayor ruido posible, dejando bien claro que estaba muy muy enojado.

Pero ese día fue diferente. Uno le lanzó un pan al otro. Y todo enloqueció.

Al terminar la pelea todo estaba muy desordenado, y los niños no estaban. Con tanta rabia y furia los habían matado, destruido.

SilenceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora