Ciudad Balandria

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Parte 1 de 3

   Apenas tenía quince años cuando la visité por primera vez. Las largas y aburridas veredas que me llevaron hasta ella no parecían presagiar tan peculiar lugar. Sabía que la costa del reino era conocida por su belleza. No obstante, esperaba un paisaje más tosco.

Cuando la senda hasta el acantilado me llevó al borde del abismo, respiré la brisa fría de los vientos ultramarinos. Luego incliné la cabeza con sumo cuidado y al fin la descubrí.

Todo el mundo hablaba de ella como una villa extraordinaria. Pero mis ojos son más atrevidos que los oídos que poseo. Así que me lancé a verla por mí mismo.

La ciudad parecía escondida en una gran caleta. Casi me despeño al intentar examinarla desde allí arriba, pues quería captar toda su amplitud de una sola ojeada. Fue imposible. Y no solo porque había un espacio que se ocultaba, varios edificios estaban embutidos en la roca, sino porque una densa bruma acariciaba sus callejuelas.

Aún así pude observar ciertos puntos que llamaron mi atención.

Uno de ellos era el torreón. Aquella construcción era totalmente diferente a los emplazamientos defensivos que había visto antes. Sus paredes se levantaban en espiral como un remolino que se retuerce y el color que cubría su adobe mantenía un dorado majestuoso hasta las almenas cuadradas que coronaban su punto más elevado. Pero lo que mejor recuerdo de la torre es su increíble estandarte. La insignia enarbolada era tan grande, que sus ondeantes pliegues rozaban las saeteras ciegas del muro. Guardo como un secreto la imagen que puede adivinarse en el centro de la enseña, pero diré solamente que se trata de un ave.

Otro emplazamiento que deseo mencionar en tan extraordinaria urbe fue el atracadero. Su hermoso malecón cercado precedía a barcazas de colores que adornaban el fondeadero como las numerosas flores engalanan los jardines de un rey. Entre todas las embarcaciones, había una que despuntaba. Una falúa con un par de velas grises y un casco de madera azulado. No me cuesta recordar su movimiento oscilante sobre las aguas tranquilas de aquella madrugada. Su silueta con el fondo en horizonte desdibujado me transmite tanta calma que podría pasarme horas pensando en ello.

El último rincón que me atrajo a simple vista fue su pequeña plaza, ubicada justo en el centro de la ciudad. Tenía forma circular. Otras construcciones la rodeaban cual séquito principesco. Y si no fuera por el detalle que voy aindicar a continuación, pensaríais que aquel espacio carecía de importancia ofascinación. Cuatro centinelas cumplidamente armados custodiaban una figura inmóvil que se alzaba en el núcleo de la plazoleta.

   Cuando los primeros rayos del sol comenzaron a brotar desde el este, supe que era el momento de descender hasta la villa. Así que exploré cuidadosamente la zona, y tras varios minutos estudiando la bajada, hallé una pendiente apta para mi progreso.

Tardé poco en alcanzar y hundir mis pies sobre la fina arena que embellecía la estrecha playa anterior a la población. Desde allí fui caminando como pude en busca de la entrada, esforzándome por absorber todo olor y fragmento que me rodeaba.

   La primera voz que escuché al llegar junto al camino empedrado de acceso, fue la de un anciano con el rostro arrugado. Con escaso cabello y nariz corvada, descansaba sobre un murete de piedra ostionera.

- ¿Qué te trae hasta Ciudad Balandria, muchacho? – me preguntó balanceando una caña con su mano derecha.

- Quizá mi estómago vacío – contesté procurando dar poca importancia a tan prometedora visita.

- Entonces he de contarte que la mejor corvina ahumada la comerás aquí.

- Gracias y muy amable – me limité a añadir pasando por su lado.

   Pero algo me detuvo. Doblé ligeramente mi cabeza hacia la izquierda y advertí de soslayo que el viejo se había incorporado. Me miraba atentamente. Investigaba cada ápice de mi indumentaria. Cada uno de mis gestos.

- Parece que es la primera vez que vienes – sentenció al cabo de un fastidioso silencio.

- Así es – confirmé girando todo el cuerpo hacia el individuo. Sus enclenques y delgadas piernas asomaban por debajo de un sayal purpúreo. No calzaba.

- No quisiera desconcertarte... – manifestó apuntándome con el frágil cálamo -. Pero debes saber que esta ciudad no es igual a cualquier otra.

- ¿En qué sentido? – demandé emocionado.

- En todos los sentidos – respondió frunciendo el ceño -. Pero llena el buche antes que nada. Te hará falta.

- ¿Alguna sugerencia?

- Al virar esa calle observarás una vieja posada – declaró alzando las cejas para recalcar el rumbo a seguir tras mis espaldas.

- Esa calle... – repetí torciendo el cuello para aguzar la vista en la dirección indicada.

   Pero antes de que pudiera terminar de hablar, oí un chasquido procedente del viejo. Cuando volví para mirar, el hombre ya no estaba allí. Tragué saliva. Abrí bien los ojos. Oteé en derredor y traté de entender a donde había ido. Pero ni rastro.

FIN DE LA PRIMERA PARTE (SON TRES)

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CONTINÚA EN LA SEGUNDA PARTE

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