El viaje del angelito

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Me gusta ir al pueblo con mis papas y regresar con caramelos de regalo para todos. Siempre el tío Pato me los encargaban diciendo "Trae dulces del pueblo" o la tía Rosa me decía "Mijito, tráigame un regalito". Mis papás me visten con mi mejor ropa cada vez que viajamos. Recorrer los caminos de tierra en la carreta de mi papa es un paseo que hacemos una vez al mes para comprar provisiones y donde muchas personas también le encargaban cosas a mi papá.

Los días que no viajábamos al pueblo, me entretenía pescando pirigüines en la asequia que pasa detrás de nuestra casa. Con esa misma agua, mi papá riega la huerta y con lo grandes que ya estaban las matas de choclo, podía ir tranquilamente atrás de la casa sin que mis papas me vieran. Tenía prohibido ir a la asequia porque mi mama decía que era peligroso.

Los pirigüines de la asequia son muy juguetones, y mueven su colita muy rápido, especialmente cuando notaban que yo estiraba mi brazo para tratar de atraparlos. Nunca lograba tomar uno de la cola, pero estaba seguro que cualquiera de estos días lo lograría.

Cada vez que sentía el olor de la tierra mojada de la huerta era para mí una invitación a "la pesca". Mi papá solo abría la compuerta para dejar pasar el agua y el riego de la huerta se hacía por sí solo.

Silenciosamente me fui a la parte trasera de la casa y los pirgüines me estaban esperando. Estiré mi brazo tratando de alcanzar alguno. Quería atrapar al más cabezón porque era como el líder del grupo a pesar de ser el más lento. De pronto resbalé y caí al agua. Los pirigüines inmediatamente escaparon y la suave corriente de la asequia me llevó en un viaje que nunca había experimentado, un viaje sin sobresaltos y totalmente relajado. No sé cuánto rato estuve en el agua, pero la sensación de sentir los rayos del sol en mi rostro mojado fue muy placentera.

De pronto desperté en la casa. La habitación estaba llena de familiares que se habían reunido. Cuchicheaban entre sí, la tía Teresa mandaban a la Pepita a comprar levadura para hacer más pan, la tía Rosa abría la ventana para refrescar un poco el lugar ya que el aire estaba viciado con tanta gente en un espacio tan pequeño. Mi papá, con su sombrero en mano, tenía una triste mirada perdida en la ventana.

Sentada en un sillón, mi mamá me tenía en sus brazos. Ladeó su cabeza hacia la derecha, me miró, respiró profundo y me sonrió mientras exhalaba. Cerró sus ojos lentamente mientras se inundaban dando a luz una lágrima que corrió por su mejilla.

Extrañamente el ambiente era triste, pero aun no lograba entender porque. No tenía claridad de lo que pasaba, más aun sabiendo que toda mi familia estaba reunida y el aroma de las cazuelas llegaban nítida desde la cocina a la habitación.

La habitación estaba totalmente adornada. Había flores blancas en los muros y en la mesa, los cantores llegaban con sus guitarras, lo que indicaba que estaba próxima una celebración.

Una pequeña silla blanca puesta sobre la mesa esperaba vacía que fuese ocupada y todos colaboraban adornándola con cintas, cardenales y telas blancas.

Mi mama me puso un traje muy bonito, y un par de cartones con forma de alas en los hombros y me sentó en esa silla. Era el mejor sitio para ver el espectáculo. Los cantores no pararon de tocar tonadas y los invitados no pararon de bailar cueca durante toda la noche.

Recién con los primeros rayos de sol, logré entender que iba a viajar. Tenía mi ropa nueva, se había reunido mucha gente y comenzaban a hacerme encargos. "cuídanos desde allá...", la tía Teresa me decía "Saluda a la abuelita Chela... dile que la recordamos mucho".

Me subieron a la carreta de mi papá y todos nos acompañaron, al compás de las guitarras, hasta lo alto del cerro por polvorientos caminos de tierra.

Tranquila, el angelito ya se va para el cielo, le decían a mi mamá y de pronto dejé de escuchar música, comencé a sentir nuevamente el olor de la tierra mojada de la huerta de mi papá, y noté que mi ropa estaba llena de largas cintas blancas con mensajes. Uno de ellos decía "Trae dulces del pueblo. Tu tío Pato".

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