Octagonium

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-Sin duda estás bromeando –dijo Zachariah con aire despreocupado.

Dirigió una mirada amedrentadora a su hermano dándole un empujón seguido de una carcajada.

-No estoy jugando –dijo Gideon-. Es en serio.

Los aproximadamente setenta adolescentes que hacían la cola ante el club Octagonium protestaron ante la espera que Zachariah los hacía poner. En sí, la espera era larga para entrar en aquel club abierto a todas las edades, en especial en viernes, y no acostumbraba a suceder gran cosa en la cola. Los guardias eran feroces y caían al instante sobre cualquiera que diera la impresión de estar a punto de causar problemas. Yo me encontraba de pie en la cola con Gideon y Zachariah, esperando a que nos dejaran pasar.

-No seas miedoso –dijo Gideon dirigiéndose a su hermano.

-Cualquier cosa que tenga que ver con las tinieblas me pone los pelos de punta –respondió Zach-. Lo sabes Gideon.

Su hermano sonrió alegremente y le dio un apretón de manos a su hermano como forma de aprecio.

-Estaremos bien –dijo Gideon en un tono tranquilizador-. Yo os protegeré.

-Gran héroe –dijo Zach sarcásticamente. Gideon no pareció haberle hecho caso.


Dentro, el club estaba lleno de humo de hielo seco. Luces de colores recorrían la pista de baile, convirtiéndola en un multicolor país de las hadas repleto de azules, verdes ácidos, cálidos rosas y dorados.

La chica de la chaqueta morada acarició la larga hoja afilada que tenía en las manos mientras una sonrisa indolente asomaba a sus labios. Por supuesto, probablemente había conseguido pasar al club sin tomarse tantas molestias, pero formaba parte de la diversión..., engañar a los mundis, haciéndolo todo al descubierto justo frente a ellos, disfrutando de las expresiones de desconcierto de sus rostros bobalicones.

Eso no quería decir que los humanos no fueran útiles. Los ojos grises de la muchacha escudriñaron la pista de baile, donde delgadas extremidades cubierta con retazos de seda y curo negro aparecían y desaparecían en el interior de rotantes columnas de humo mientras los mundis bailaban. Las chicas agitaban las largas melenas, los chicos balanceaban las caderas vestidas de cuero y la piel desnuda centelleaba sudorosa. La vitalidad simplemente manaba de ellos, oleadas de energía que le proporcionaban una mareante embriaguez. Sus labios se curvaron. No sabían lo afortunados que eran. No sabían lo que era sobrevivir a duras penas en un mundo muerto, donde el sol colgaba inerte en el cielo igual que un trozo de carbón consumido. Sus vidas brillaban con la misma fuerza que las llamas de una vela, y podía apagarse con la misma facilidad.

La mano se cerró con más fuerza sobre el arma que llevaba, y había empezado a apretar el paso hacia la pista de baile cuando un chico se separó de la masa de bailarines y empezó a avanzar hacia ella. Se lo quedó mirando. Era hermoso, para ser humano: cabello corto casi del color de la tinta negra, ojos azules imponentes. Rodeando el cuello llevaba una gruesa cadena de plata, de la que pendía un colgante rojo oscuro del tamaño del puño de un bebé. Solo se necesitaba entrecerrar los ojos para saber que era auténtico, un auténtico rubí. Un rubí como el que Zachariah me había regalado.

El chico le sonrió al pasar junto a ella, llamándole con la mirada. Se volvió para seguirlo, saboreando el imaginario chisporroteo de su muerte en los labios. Una sonrisa fría curvó sus labios. Él se hizo a un lado, y vio que estaba apoyada sobre la barra de bebidas. Echó un vistazo a su espalda, nadie miraba. La situación se tornaba comprometedora.


-Este lugar no me agrada –se quejó Zachariah.

-Pero Zach, ¿Por qué dices eso? –dije un poco preocupada ante su expresión.

Secretos de un DemonioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora