La abuela de Julia vivía en Eichet,
cerca de Birkensiedlung. Su abuela
materna era como una segunda madre para ella. Sin embargo, su abuelo había fallecido años atrás y había dejado sola a su esposa. Cuando aún vivía, Julia
visitaba a sus abuelos todos los
domingos por la tarde para tocarles
alguna canción en su viejo piano, pues en casa solo disponía de un teclado con el que practicar.
En su dormitorio, Julia componía
canciones con su Yamaha, incluida la
que escribió para la evaluación final de la asignatura de Música y que, sin que nadie lo supiera, había compuesto pensando en Michael. Cuando la escribió, Michael no abandonó en ningún momento los pensamientos de Julia. Cada vez que añadía un nuevo verso, se imaginaba tocándolo frente al público del enorme salón de actos del
instituto y, en sus fantasías, desde la
primera fila la miraba con admiración Michael, embelesado.
Pero la verdad es que jamás estuvo
allí.
Julia masticó la ensalada de atún que
se había llevado a la boca, mientras
intentaba eludir el recuerdo del apuesto rostro y los ojos verdes de Michael.
Debía dejar de pensar en él. No tenía
ningún atractivo y no era más que un cabrón de mierda que trataba a chicas inocentes como pañuelos de usar y tirar, y ella había estado demasiado cegada como para reconocer cómo era de verdad.
—Julia —la voz de su madre la sacó
de su furia interior—, ¿estás llorando, cariño?
Azorada, levantó la vista y se secó las
lágrimas que le recorrían el rostro. Anne la miraba, boquiabierta y con angustia, desde el otro lado de la mesa.
Con una lánguida sonrisa, Julia volvió a restregarse las mejillas.
—Lo siento. Es que... me siento algo
perdida. He terminado el instituto, todo el mundo se va, mi vida nunca volverá a ser igual... Es como si todo se hubiera acabado —mintió.
—Pero Gaby no se va a ninguna parte, ¿verdad? —La señora Gunther le puso la mano en el brazo a su hija, en gesto de cariño—. Se quedará contigo. ¿Y qué
hay de Axel y Florian? También van a ir a la Universidad de Salzburgo. Estarás rodeada de tus viejos amigos, ¿no? Julia sonrió. Su madre era una dulzura y, lo que era más importante, tenía toda la razón. Los que de verdad se preocupaban por ella se quedaban en Salzburgo y lo más probable era que su vida fuese a mejor ahora que había dejado de centrarse en Michael. Hasta
ese momento, no se había fijado en la cantidad de chicos guapos que había en su ciudad.
Era el momento de abrirse a nuevas
posibilidades y dejar de regodearse en la autocompasión.Cuando Julia salió de su dormitorio aquella noche, después de ataviarse con
unos vaqueros nuevos y una camiseta, estaba totalmente dispuesta a darle a su vida un giro de 180 grados. Hacía una noche preciosa e iba a disfrutar de la compañía de sus amigos en O’Malley’s, su bar preferido.
—Julia —la llamó Anne desde la
habitación de al lado—, ¿me lees un
cuento? —Su hermana trataba de sonar como una niña pequeña a propósito. Por aquel entonces, Anne decía ser demasiado mayor como para que le leyeran, pero también alegaba que Julia era la excepción que confirmaba la regla, por lo bien que leía los cuentos.
—¡Ya voy! —Con una sonrisa, Julia entró en la habitación. Se sentó en el
borde de la cama y le acarició el pelo a Anne con la punta de los dedos. Su
hermana pequeña se chupaba el pulgar, abrazaba un peluche con un solo brazo y miraba a Julia, batiendo las pestañas, mientras le ofrecía el libro de cuentos sobre el bosque encantado.
—El príncipe de los árboles —entonó
Julia y abrió el libro por el capítulo
cuatro. Ni siquiera le hacía falta
mirarlo, pues se lo sabía de memoria.
De niña, su abuela le leía los cuentos de este libro y, cuando nació Anne, se lo regaló a Julia.
—Ahora te toca a ti leerle los cuentos
a tu hermanita —dijo la abuela.
El libro estaba atestado de leyendas, tradiciones y cuentos austriacos de
antaño. De hecho, había una parte del libro dedicada al folclore que existía antes del cristianismo: páginas repletas de descripciones de las criaturas oscuras de los Alpes, que vivían en bosques y montañas. El krampus era el espíritu salvaje del bosque que enseñaba a los jóvenes a sobrevivir por sí mismos. Cuando la iglesia empezó a imponerse en Austria, convirtieron al
krampus en un monstruo maligno que raptaba a los niños que se habían portado mal y se los llevaba a su guarida la noche antes del día de San Nicolás.
Junto a estas leyendas, el libro
también contaba con cuentos modernos.
El capítulo cuatro, sobre el príncipe del bosque, siempre había sido el favorito de Julia y a Anne le gustaba tanto como a ella. Con su mejor voz de narradora, Julia relató la historia del joven príncipe que se enamoró del hada que vivía en el bosque. La princesa hada se sentaba en la rama de su árbol favorito cada vez que necesitaba descansar tras el vuelo. Anne echó un vistazo por
encima del hombro de su hermana para contemplar las preciosas ilustraciones del libro y, cuando Julia llegó al final del cuento, Anne se arrastró hasta su regazo y abrazó a su hermana mayor.
—La verdad es que tampoco tengo
tantas ganas de crecer —confesó en voz baja.
—¿Por qué no, cariño? —Julia
acarició el cabello rubio oscuro de
Anne. Su hermana también iba a cambiar de colegio después del verano, pues ya había acabado la escuela primaria.
Anne se encogió de hombros.
—Tú ya has crecido y no pareces tan
feliz como antes. A veces es como si
hubieras dejado de creer en los cuentos.
Julia se mordió el labio para evitar
hacer un comentario amargo: no tenía sentido decirle a Anne que los cuentos no se hacían realidad y no quería trasmitirle su propia amargura a una niña pequeña.
—Tienes razón, últimamente no estoy tan feliz. Me he encontrado con demasiados moscardones.
—¿En el bosque? —preguntó Anne,
medio en broma, mientras miraba a Julia con sus grandes ojos azules.
Julia no pudo evitar sonreír.
—No, en el bosque no, sino en las
oscuras calles del salvaje Salzburgo.
Anne se rio:
—¿Y estás segura de que quieres salir esta noche?
—Pues claro. Axel y Gaby me
defenderán si nos encontramos con más moscardones o monstruos krampus.
—Pero Axel lleva gafas —objetó
Anne, como si la miopía de su primo le impidiera ejercer de defensor.
—Bueno, pero Gaby no.
—Es verdad —asintió Anne con
solemnidad. Siempre le había intimidado Gaby y su ropa negra cada vez que venía a visitar a Julia. Para Anne, el hecho de ser gótica la convertía en una buena protectora.
—Bueno, me voy. —Julia se levantó
—. Nos vemos mañana por la mañana.
—No vuelvas muy tarde —dijo Anne,
que, pese a su temprana edad, sonó igual que su madre.
Julia soltó una risita.
—Está bien. —Bajó las escaleras
dando brincos y por poco no se chocó contra su madre en el vestíbulo, cuando esta salía de la cocina.
—¿Has cogido las llaves de casa? —
preguntó la señora Gunther—. Esta
noche me iré a dormir temprano, así que cerraré la puerta con llave antes de que vuelvas.
—Sí que las he cogido, junto con el
abono de transporte, el monedero, el
móvil, el espray de pimienta y mi mejor sonrisa.
Julia le dio un beso a su madre en la
frente y salió por la puerta silbando.
Tarareando una melodía, bajó la calle y tomó Birkenstrasse hasta la parada del autobús. Aún no había llegado el
vehículo, así que se sentó en el banco de la parada. La media luna iluminaba el cielo nocturno y los árboles del bosque situado frente a la marquesina susurraban de forma misteriosa en la brisa estival. Por un momento, le recordó al cuento que acababa de leerle a Anne. De manera casi inaudible,murmuró:
—Hola, mi príncipe. ¿Cómo estás?
Sería fantástico poder volar con alas
de hada y contemplar el planeta desde lo alto. Se sentaría en la copa de un árbol y vería el mundo pasar, esperando a que se desvanecieran el caos y la locura del ajetreo de la humanidad y a que naciera
en la Tierra la era de los espíritus de la naturaleza. Y acabaría amando a un atractivo y misterioso ermitaño que viviría en una casa en lo profundo del bosque y escribiría poemas sobre los árboles, las flores y su amor por ella día tras día.
Los últimos años, Julia se había
pasado horas y horas observando a
Michael durante las aburridas clases de Matemáticas y Física, que había
sobrellevado gracias a la imagen del
apuesto joven, sentado dos filas delante de ella, a su izquierda. En ocasiones le veía dibujar en su cuaderno mientras el profesor Brunner se dejaba el alma al
explicar las complicadas ecuaciones
cuadráticas y Julia siempre sentía
curiosidad por lo que estaba dibujando.
Un día, Michael se olvidó el cuaderno en el pupitre y Julia le echó un vistazo a sus garabatos: las últimas páginas estaban repletas de dibujos de árboles y flores, lo que la llenó de felicidad.
Quizá lo había exagerado.
En la distancia, observó cómo se
aproximaban las luces del autobús. Julia sacó el abono de transporte del bolso para mostrárselo al conductor y, mientras subía al vehículo, le sonó el móvil en el bolsillo.
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El Chico Del Bosque
Teen FictionJulia lleva años enamorada de Michael, el chico más guapo del instituto, y se siente la persona más afortunada del mundo cuando al fin se besan durante el baile de graduación. Sin embargo, su sueño no dura mucho: tras varias citas, Michael la deja p...