Las Lágrimas de Bórea

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La historia cuenta que se la encontraron abandonada, aún siendo un bebé, en una de las montañas cercanas a la aldea. Era una criatura diminuta, envuelta en un lío de mantas, que sorprendentemente, no lloraba, pese a encontrarse sola y helada. Enseguida la llevaron al poblado, donde algunas mujeres se encargaron de acogerla y hacerla entrar en calor. Decidieron llamarla Bórea, ya que aquella noche soplaba el viento del norte.

La niña creció cuidada por el pueblo de forma más o menos igualitaria. Podía decirse que era hija de todos, y de nadie. Nunca permanecía en la misma choza más de tres días seguidos, pero siempre tuvo comida, ropa y protección. Los aldeanos la consideraban una más, aun dado su aspecto un tanto distinto. El pelo de Bórea era de un vibrante color cobrizo, nada usual, pero lo que más destacaba eran sus ojos. Grandes y expresivos, no eran de un solo color, sino que se degradaban pasando por todos los tonos imaginables, desde el color naranja del amanecer hasta el azul más profundo del mar. Nadie había visto hasta entonces algo así. Además, destacaba entre los niños por su carácter callado y taciturno. Prefería estar sola, y como los demás pequeños tampoco encontraban agradable su compañía, así es como se pasaba la mayor parte del tiempo, dando largos paseos por los bosques y las montañas.

Sin embargo, al cumplir ocho años, algo empezó a cambiar. Un niño de la aldea empezó a acercarse a ella, con intención de entablar amistad. Lo atraían el aspecto físico y el carácter esquivo de la hija del viento, de la misma manera que, como un imán, esos aspectos de la niña era lo que repelía al resto de aldeanos. Y ella dejaba que el niño la acompañara en sus excursiones al bosque helado, y que hablara sin parar, sin obtener respuesta por su parte en ningún momento. Sin embargo, no estaba del todo dispuesta a considerarlo su amigo, pues pensaba que pasados algunos días se cansaría y la dejaría en paz. Pero no fue así.

El chico la seguía incansablemente a donde quiera que fuera, siempre sonriendo, como si estuviera seguro de que la niña agradecía su compañía. Y, tras un mes de silencio por su parte, por fin ella habló:

- ¿No te aburres de seguirme? –preguntó a media voz. Su eterno compañero, sorprendido, sonrió ampliamente al oírla.

- ¡Sabía que podías hablar! Bueno, te había oído hablar sola antes, pero nunca me habías dirigido la palabra –empezó a decir animadamente, de forma rápida, como era costumbre en él-. De todas maneras, no, no me aburro. De hecho, me lo paso muy bien. Conoces los mejores escondites del bosque.

Bórea se quedó en silencio unos instantes.

- Yo no hablo sola –aclaró al final, sin mirarlo.

- Pues yo te he visto hacerlo –insistió el niño, riendo.

- Que no.

- Entonces, si no hay nadie delante, ¿con quién hablas?

La niña clavó sus ojos de colores en los azules de él, seria, y luego miró hacia el cielo.

- Con ellos –susurró.

- ¿Ellos? –preguntó el otro, confundido, siguiendo su mirada. Bórea señaló en dirección a las montañas donde la habían encontrado hacía años, con seguridad.

- Ellos –repitió, con seguridad-. Deidades, dioses, los espíritus de la naturaleza –explicó a media voz-. Están ahí arriba, pero no pueden bajar.

- ¿En el cielo? –murmuró el niño, por primera vez muy quieto en mucho tiempo.

- En el cielo.

Al principio, el muchacho rubio no la creyó del todo. Pero conforme iba pasando el tiempo, terminó haciéndolo. La chica de verdad hablaba con "ellos", fueran quienes fueran. Se sentaba en el suelo, de cara a las montañas, y conversaba con seres invisibles que le contaban historias y le avisaban de la llegada de tormentas o frío polar. Solo un tiempo más tarde, cuando estuvo segura de que el niño la creía y no le tenía miedo, Bórea le preguntó su nombre. Él le contestó entusiasmado, interpretando aquello como una aceptación de su amistad:

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