5 años habían pasado desde que entró en coma. 5 años desde el accidente. 5 años...desde ella.
Era una tarde de noviembre, el sol iluminaba poco y calentaba menos, y el viento no ayudaba. Llevaba su bufanda favorita cubriéndole media cara, impidiendo que el frío dañase su sensible garganta. A pesar de la llovizna, caminaba sin prisa, deleitándose en el paisaje que le rodeaba, observando cada detalle, como si todo formara parte de una delicada armonía que sólo él parecía ver, pues también había gente por la calle, pero estaban demasiado ocupados apurando el paso bajo sus paraguas o, los que estaban a salvo de la mojadura, consultando las luminosas pantallas de sus teléfonos.
Había quedado, pero al llegar al lugar acordado y consultar su móvil, descubrió que la cita había sido cancelada hacía media hora, por lo que tenía por delante horas vacías de sobra para deambular por las calles sin que nadie le echara en falta en casa. Le gustaba caminar, le hacía sentir libre, desatado de las cadenas del tiempo y del tedio que suponía estar atrapado en un habitáculo que ya no le ofrecía nada nuevo, pero también le agradaba porque le ayudaba a pensar y a indagar en su mundo interior sin que nadie le interrumpiese con inoportunos comentarios. Sin duda, esos paseos le daban fuerzas para seguir.
Llegó la hora de volver a la pesada rutina, y su madre le esperaba en casa con actitud enojada. Se le había olvidado hacer las tareas de la casa, otra vez. Sin embargo, esta vez ella no dijo nada, le miró con cara de decepción y no se dignó a dirigirle más que un leve y cansado bufido. Este tipo de cosas le hacían sentir inútil para los demás y para él mismo. "Si no soy capaz de hacer unas simples tareas domésticas, como voy a pretender aspirar a hacer más?"—Se preguntaba, con la ayuda de los reiterativos comentarios de su madre al respecto.
A pesar de eso, sabía que todo iría bien, porque había aprendido a no hundirse frente a la adversidad, como otros, a mirar el lado bueno de las cosas, por difícil que fuese encontrárselo, porque sabía que en esa actitud, encontraría la felicidad, aunque solo fuera a ratos, aunque solo durase un instante.
Al día siguiente tenía clase, pero no ganas de ir. Sabía lo que le esperaba, seis horas de impartición de conocimientos teóricos y poco útiles para lo que él consideraba el mundo de fuera, con breves descansos cada dos horas, que apenas daban para una partida de ajedrez torpe y atropellada. Cada día cambiaba lo impartido, avanzando y retorciéndose sobre si mismo, complicándose y extendiéndose sobre detalles antes ocultos para luego resultar menos práctico cada vez. Sin duda había cosas útiles, anécdotas que se escindían del temario para dar una sensación de humanidad y dinamismo en un sistema educativo basado en la chapatoria, en el que destacaba el que mejor absorbía y escupía conocimientos, no quien mejor los entendiese o dedujese como llegar a ellos, sin motivar la creatividad, intentando crear un mar de mediocres en el que destacaban un par de cabezas que, de seguir haciéndolo, se marcharían del país por falta de ayuda a crecer como estudiante.
Sin quererlo, el sueño poco a poco lo fue invadiendo. Pronto sonaría la alarma, y su presencia le ayudaría a asistir otro día más a clase.