DI PETTO
(De frente).
Cuando a una persona se le pregunta el qué haría si perdiera a toda su familia, a sus seres más cercanos y amados, la respuesta más frecuente, la más rápida, casi siempre es «me muero con ellos»..., pero la realidad es que no te mueres.
Uriele esperaba a Raffaele en el aeropuerto cuando el avión de éste aterrizó; el mayor de los gemelos había llegado unos minutos antes y el menor, pese a haber sido el más impetuoso, el más impaciente, durante toda su vida, esta vez no preguntó nada cuando se hallaron de frente.
Uriele posó una de sus manos sobre el hombro de su hermano y Raffaele asintió cuando éste lo invitó a andar junto a él; no preguntó a dónde iban... una parte de él lo sabía, aunque, ciertamente, jamás imaginó siquiera la magnitud. Tampoco Uriele lo sabía, para ser precisos.
Adelina lo había llamado, le había dicho en qué hospital se encontraban y nada más.
Raffaele comenzó a sentir náuseas y una profunda ansiedad desde que escuchó a Uriele decir el nombre del hospital al taxista que los llevaría hasta... ¿hasta quién? No preguntó nada aún porque temía no resistir hasta llegar a... ¿a quién?
Ciertamente, el primer pensamiento —lo que, quizá en el fondo deseaba—, era que a Audrey se le hubiera adelantado el parto y, por ello, hubiese acudido a un hospital y no a la pequeña clínica del convento... pero sabía que no era eso. De ser así, no habría sido Uriele quien lo telefoneara, sino ella misma... ¿o tal vez no? Audrey era una mujer capaz en exceso, ¿podría haber ocurrido que, creyéndolo un simple malestar, pero siendo tan precavida, también, hubiese acudido al hospital por un malestar y ahí los médicos le habían informado que nacería ya la bebé?
... Pero ellos fueron hasta el área de quirófanos y, al último de la izquierda, el que parecía más lejano y profundo al final de un larguísimo pasillo, se encontraban Adelina, vistiendo su hábito, pero sin velo; la hermana Berta, la Madre Superiora y otra media docena de monjas... y fueron ellas quienes sujetaron a la hermana menor de Audrey cuando, al ver a su cuñado, ella se lanzó ferozmente contra él, gruñendo como un animal, apretando los dientes, con ambas mejillas enrojecidas empapadas de lágrimas.
... Todas las monjas lloraban.
—¡Lárgate, hijo de puta! —le gritaba Adelina—. ¡Lárgate!
Raffaele, sentía el cuerpo entero frío, pero apenas lo percibía; confundido, sus ojos color chocolate permanecieron clavados a las puertas del quirófano, temiendo lo que había del otro lado y... entonces éstas se abrieron y emergió un médico, vestido de azul, quitándose el gorro y un cubrebocas, mas Raffaele eso no lo notó: su atención era entera para la sangre oscura que salpicaba el pecho de ese hombre; un segundo después, se unió a él una mujer, que podría haber sido otra médico o enfermera, pero fue ella quien se dirigió a la más vieja de las mujeres y, sin decir una sola palabra, sacudió la cabeza.
La Madre Superiora, en silencio, se cubrió el rostro arrugado con ambas manos, ocultando su llanto; sus monjas, a diferencia, dejaron escapar gemidos de dolor y lamento, mientras que Adelina gritaba.
El cuerpo de Raffaele se movió por sí sólo y, pasando de todos, corrió al interior del quirófano justo a tiempo para encontrarse al resto del personal médico, comenzando a reunir sus herramientas y desconectando las máquinas de... sus ojos finalmente lo encontraron...
Sobre la camilla alta y angosta se hallaba el mayor de sus hijos, su cachorrito, tan rubio, tan listo... o lo que quedaba de él.
Nadie contempló la idea de que un familiar invadiría el quirófano y, habiendo estado tres cirujanos trabajando a la vez en él, no pudieron prevenir el impacto que sería a la vista el cuerpo desnudo del niño de nueve... A Sylvain le faltaban ambos brazos, la pierna derecha hasta arriba de la rodilla y la sangre escurría hasta el suelo de azulejos de aquel gris claro...
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Ambrosía ©
Ficción GeneralEn el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1.- Un postre dulce. 2.- Un aroma delicioso. 3.- El alimento de los dioses griegos; el fruto de miel...