La puerta se abrió con un suave crujido. Silas se apoyó sobre la bisagra inferior, la que solía delatar sus intenciones escapistas con un chirriante soniquete, ahogándolo antes incluso de que se podrujese. Ya estaba más que prevenido de los casuales sistemas de alarma que su padre utilizaba para evitar esas fugas nocturnas que tantísimo le hacían enfadar. Silas, sin embargo, no alcanzaba a entender qué podía tener de malo salir a tomar un rato la cálida brisa estival sobre las almenas de la muralla que rodeaba Hismauz. Todavía era muy joven para comprender que en realidad, lo que su padre temía no eran los peligros que la aldea podía albergar durante la noche. Inexistentes al fin y al cabo. O que cayese desde el alto muro, dios no lo quisiera, al otro lado de la vetusta construcción, a las tierras inexploradas. No era aquello lo que el padre del joven temía, pues sabía que su hijo había trepado ese muro incluso antes de haber conseguido subirse a la mesa de la sala de la chimenea, donde se guardaba el tarro de las galletas. Lo había trepado antes de lograr balbucear palabra comprensible alguna. Lo había escalado cientos de veces, y nunca había tropezado ni caído. Ni siquiera un traspiés había dado. Lo que realmente temía el padre de Silas, eran los comentarios de sus chismosos vecinos. Estos siempre andaban preparados para sugerir muy poco amablemente la falta que le hacía a ese chico una madre o un bozal.
Las últimas cuatro escapadas habían sido un éxito. Pudo salir y volver a entrar sin alterar el estado de ninguna de las sombras. El resabiado gato del señor Cedro había sido testigo mudo de cada una de sus anónimas felonías. Perennemente tumbado sobre el tejado de pizarra roja de su cabaña, perseguía con los enormes orbes de cristal que tenía por ojos el silencioso trasegar del jovencísimo chico; cómo al salir de su propia morada esperaba junto al frondoso helecho que habitaba cercano a su puerta y aguardaba el paso del soldado que estuviera haciendo la ronda esa noche. Observaba con la altivez de un maestro el momento en el que Silas cruzaba la plaza corriendo, subía la pérgola del jardín de Isaías el carnicero y alcanzaba de un salto la tubería de desagüe que sobresalía del gigantesco muro. Tras ascencer los últimos metros de la construcción con aburrida confianza, elegía las dos almenas que lo ocultarían del resto de Hismaucianos, y allí se sentaba, sobre el borde exterior, dejando que sus ojos vagasen lentamente intentando abarcar todo el paisaje. Desplazaba suavemente la mirada desde los páramos grisáceos que se alargaban hacia el este, hasta la monumental montaña que se alzaba incólumne frente a él. Recorría cada giro natural de la vegetación que se enredaba bajo las faldas de ésta, cada protuberancia rocosa que pudiera formar camino hasta la cima. Él la llamaba: El Cortacielos, y era la única razón por la que siempre decidía sentarse a ese lado del fortín. Normalmente, dedicaba al menos dos horas a escudriñar con su aguda vista las sombras del bosque que vestía aquella gigantesca cumbre, y una vez había comprobado que la quietud reinaba más allá de los páramos, alzaba la mirada hasta un prodigioso y solitario árbol que destacaba sobre todos los demás. Podía reconocer perfectamente su retorcida figura incluso en las lóbregas noches de luna nueva.
Separado al menos por trescientos cincuenta y seis pies de distancia del resto del bosque, aquel árbol tenía, como poco, el grosor de una decena de robles, y al menos la altura de siete longevos fresnos. Sus gruesas ramas lanzaban a la estrellada noche cientos y cientos de hojas desdibujadas por la distancia, cuyo verde apagado y oscuro se agitaba suavamente al soplar de aquellos vientos. No eran raras las veces en las que la visión de aquel árbol ponía en marcha en el joven los engranajes de su aletargada imaginación, haciéndole perder irremediablemente la noción del tiempo. Aquella, por supuesto, era una de esas mismas ocasiones, y Silas, que tan meditabundo se arrellanaba sobre la muralla, dio un respingo al ver como la oscuridad clareaba más allá de las tierras inexploradas. Sabía que no faltaba mucho hasta que la soldadesca de la aldea tuviese que hacer el cambio de turno, y ese era el momento perfecto para recorrer de nuevo la distancia que le separaba hasta su cama. La noche se resistía a abandonar el lugar, y el chico contaba con encontrarse unas calles despejadas y libres de guardias. Eso era al menos lo que tenía planeado, y sin embargo, se equivocaba.