UNO
Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos delmercado el primer domingo de diciembre, revolcó mesas de fritangas,desbarató tenderetes de indios y toldos de lotería, y de paso mordió a cuatropersonas que se le atravesaron en el camino. Tres eran esclavos negros. Laotra fue Sierva María de Todos los Ángeles, hija única del marqués deCasalduero, que había ido con una sirvienta mulata a comprar una ristra decascabeles para la fiesta de sus doce años.Tenían instrucciones de no pasar del Portal de los Mercaderes, pero la criadase aventuró hasta el puente levadizo del arrabal de Getsemaní, atraída porla bulla del puerto negrero, donde estaban rematando un cargamento deesclavos de Guinea. El barco de la Compañía Gaditana de Negros eraesperado con alarma desde hacía una semana, por haber sufrido a bordouna mortandad inexplicable.Tratando de esconderla habían echado al agua los cadáveres sin lastre. Elmar de leva los sacó a flote y amanecieron en la playa desfigurados por lahinchazón y con una rara coloración solferina. La nave fue anclada en lasafueras de la bahía por el temor de que fuera un brote de alguna pesteafricana, hasta que comprobaron que había sido un envenenamiento confiambres manidos.A la hora en que el perro pasó por el mercado ya habían rematado la cargasobreviviente, devaluada por su pésimo estado de salud, y estaban tratandode compensar las pérdidas con una sola pieza que valía por todas. Era unacautiva abisinia con siete cuartas de estatura, embadurnada de melaza decaña en vez del aceite comercial de rigor, y de una hermosura tanperturbadora que parecía mentira.Tenía la nariz afilada, el cráneo acalabazado, los ojos oblicuos, los dientesintactos y el porte equívoco de un gladiador romano. No la herraron en elcorralón, ni cantaron su edad ni su estado de salud, sino que la pusieron enventa por su sola belleza. El precio que el gobernador pagó por ella, sinregateos y de contado, fue el de su peso en oro.Era asunto de todos los días que los perros sin dueño mordieran a alguienmientras andaban correteando gatos o peleándose con los gallinazos por lamortecina de la calle, y más en los tiempos de abundancias ymuchedumbres en que la Flota de Galeones pasaba para la feria dePortobelo. Cuatro o cinco mordidos en un mismo día no le quitaban el sueñoa nadie, y menos con una herida como la de Sierva María, que apenas sialcanzaba a notársele en el tobillo izquierdo. Así que la criada no se alarmó.Ella misma le hizo a la niña una cura de limón y azufre y le lavó la mancha desangre de los pollerines, y nadie siguió pensando en nada más que en eljolgorio de sus doce años.10 Gabriel García MárquezDel amor y otros demoniosBernarda Cabrera, madre de la niña y esposa sin títulos del marqués deasalduero, se había tomado aquella madrugada una purga dramática: sietegranos de antimonio en un vaso de azúcar rosada.Había sido una mestiza brava de la llamada aristocracia de mostrador;seductora, rapaz, parrandera, y con una avidez de vientre para saciar uncuartel.Sin embargo, en pocos años se había borrado del mundo por el abuso de lamiel fermentada y las tabletas de cacao. Los ojos gitanos se le apagaron, sele acabó el ingenio, obraba sangre y arrojaba bilis, y el antiguo cuerpo desirena se le volvió hinchado y cobrizo como el de un muerto de tres días, ydespedía unas ventosidades explosivas y pestilentes que asustaban a losmastines. Apenas si salía de la alcoba, y aun entonces andaba a lacordobana, o con un balandrán de sarga sin nada debajo que la hacíaparecer más desnuda que sin nada encima.Había hecho siete cámaras mayores cuando regresó la criada queacompañó a Sierva María, y no le habló del mordisco del perro. En cambio,le comentó el escándalo del puerto por el negocio de la esclava. «Si es tanbella como dicen puede ser abisinia», dijo Bernarda. Pero aunque fuera lareina de Saba no le parecía posible que alguien la comprara por su peso enoro.«Querrán decir en pesos oro», dijo.«No», le aclararon, «tanto oro cuanto pesa la negra».«Una esclava de siete cuartas no pesa menos de ciento veinte libras», dijoBernarda. «y no hay mujer ni negra ni blanca que valga ciento veinte librasde oro, a no ser que cague diamantes».Nadie había sido más astuto que ella en el comercio de esclavos, y sabíaque si el gobernador había comprado a la abisinia no debía de ser paraalgo tan sublime como servir en su cocina. En esas estaba cuando oyó lasprimeras chirimías y los petardos de fiesta, y enseguida el alboroto de losmastines enjaulados. Salió al huerto de naranjos para ver qué pasaba.Don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, segundo marqués de Casalduero y señordel Darién, también había oído la música desde la hamaca de la siesta, quecolgaba entre dos naranjos del huerto.Era un hombre fúnebre, de la cáscara amarga, y de una palidez de lirio porla sangría que le hacían los murciélagos durante el sueño. Usaba una chilabade beduino para andar por casa y un bonete de Toledo que aumentaba suaire de desamparo. Al ver a la esposa como Dios la echó al mundo seanticipó a preguntarle:«¿Qué músicas son esas?»«No sé», dijo ella. «¿A cómo estamos?»El marqués no lo sabía. Debió de sentirse de veras muy inquieto parapreguntárselo a su esposa, y ella debía de estar muy aliviada de su bilis parahaberle contestado sin un sarcasmo. Se había sentado en la hamaca,intrigado, cuando se repitieron los petardos.«Santo Cielo», exclamó. «¡A cómo estamos!»La casa colindaba con el manicomio de mujeres de la Divina Pastora.Alborotadas por la música y los cohetes, las reclusas se habían asomado a laGabriel García Márquez 11Del amor y otros demoniosterraza que daba sobre el huerto de los naranjos, y celebraban cadaexplosión con ovaciones. El marqués les preguntó a gritos que dónde era lafiesta, y ellas lo sacaron de dudas. Era 7 de diciembre, día de San Ambrosio,Obispo, y la música y la pólvora tronaban en el patio de los esclavos enhonor de Sierva María. El marqués se dio una palmada en la frente.«Claro», dijo. «¿Cuántos cumple?»«Doce», dijo Bernarda.«¿Apenas doce?», dijo él, tendido otra vez en la hamaca. «¡Qué vida tanlenta!»La casa había sido el orgullo de la ciudad hasta principios del siglo. Ahoraestaba arruinada y lóbrega, y parecía en estado de mudanza por losgrandes espacios vacíos y las muchas cosas fuera de lugar. En los salones seconservaban todavía los pisos de mármoles ajedrezados y algunas lámparasde lágrimas con colgajos de telaraña. Los aposentos que se mantenían vivoseran frescos en cualquier tiempo por el espesor de los muros de calicanto ylos muchos años de encierro, y más aun por las brisas de diciembre que sefiltraban silbando por las rendijas. Todo estaba saturado por el relenteopresivo de la desidia y las tinieblas. Lo único que quedaba de las ínfulasseñoriales del primer marqués eran los cinco mastines de presa queguardaban las noches.El fragoroso patio de los esclavos, donde se celebraban los cumpleaños deSierva María, había sido otra ciudad dentro de la ciudad en los tiempos delprimer marqués. Siguió siendo así con el heredero mientras duró el tráficotorcido de esclavos y de harina que Bernarda manejaba con la manoizquierda desde el trapiche de Mahates. Ahora todo esplendor pertenecía alpasado. Bernarda estaba extinguida por su vicio insaciable, y el patioreducido a dos barracas de madera con techos de palma amarga, dondeacabaron de consumirse los últimos saldos de la grandeza.Dominga de Adviento, una negra de ley que gobernó la casa con puño defierro hasta la víspera de su muerte, era el enlace entre aquellos dos mundos.Alta y ósea, de una inteligencia casi clarividente, era ella quien había criadoa Sierva María. Se había hecho católica sin renunciar a su fe yoruba, ypracticaba ambas a la vez, sin orden ni concierto. Su alma estaba en sanapaz, decía, porque lo que le faltaba en una lo encontraba en la otra. Eratambién el único ser humano que tenía autoridad para mediar entre elmarqués y su esposa, y ambos la complacían. Sólo ella sacaba a escobazosa los esclavos cuando los encontraba en descalabros de sodomía ofornicando con mujeres cambiadas en los aposentos vacíos. Pero desde queella murió se escapaban de las barracas huyendo de los calores delmediodía, y andaban tirados por los suelos en cualquier rincón, raspando elcucayo de los calderos de arroz para comérselo, o jugando al macuco ya latarabilla en la fresca de los corredores. En aquel mundo opresivo en el quenadie era libre, Sierva María lo era: sólo ella y sólo allí. De modo que era allídonde se celebraba la fiesta, en su verdadera casa y con su verdaderafamilia.12 Gabriel García MárquezDel amor y otros demoniosNo podía concebirse un bailongo más taciturno en medio de tanta música,con los esclavos propios y algunos de otras casas de distinción queaportaban lo que podían. La niña se mostraba como era.Bailaba con más gracia y más brío que los africanos de nación, cantaba convoces distintas de la suya en las diversas lenguas de África, o con voces depájaros y animales, que los desconcertaban a ellos mismos. Por orden deDominga de Adviento las esclavas más jóvenes le pintaban la cara connegro de humo, le colgaron collares de santería sobre el escapulario delbautismo y le cuidaban la cabellera que nunca le cortaron y que le habríaestorbado para caminar de no ser por las trenzas de muchas vueltas que lehacían a diario.Empezaba a florecer en una encrucijada de fuerzas contrarias. Tenía muypoco de la madre. Del padre, en cambio, tenía el cuerpo escuálido, latimidez irredimible, la piel lívida, los ojos de un azul taciturno, y el cobre purode la cabellera radiante. Su modo de ser era tan sigiloso que parecía unacriatura invisible. Asustada con tan extraña condición, la madre le colgabaun cencerro en el puño para no perder su rumbo en la penumbra de la casa.Dos días después de la fiesta, y casi por descuido, la criada le contó aBernarda que a Sierva María la había mordido un perro. Bernarda lo pensómientras tomaba antes de acostarse su sexto baño caliente con jabonesfragantes, y cuando regresó al dormitorio ya lo había olvidado. No volvió arecordarlo hasta la noche siguiente porque los mastines estuvieron ladrandosin causa hasta el amanecer, y temió que estuvieran arrabiados.Entonces fue con la palmatoria a las barracas del patio, y encontró a SiervaMaría dormida en la hamaca de palmiche indio que heredó de Dominga deAdviento. Como la criada no le había dicho dónde fue el mordisco, lelevantó la sayuela y la examinó palmo a palmo, siguiendo con la luz la trenzade penitencia que tenía enroscada en el cuerpo como una cola de león. Alfinal encontró el mordisco: un desgarrón en el tobillo izquierdo, ya con sucostra de sangre seca, y unas excoriaciones apenas visibles en el calcañal.No eran pocos ni triviales los casos de mal de rabia en la historia de laciudad. El de más estruendo fue el de un gorgotero que andaba por lasveredas con un mico amaestrado cuyas maneras se distinguían poco de lashumanas. El animal contrajo la rabia durante el sitio naval de los ingleses,mordió al amo en la cara y escapó a los cerros vecinos. Al desdichadosaltimbanco lo mataron a garrote limpio en medio de unas alucinacionespavorosas que las madres seguían cantando muchos años después encoplas callejeras para asustar a los niños. Antes de dos semanas una hordade macacos luciferinos descendió de los montes a pleno día. Hicieronestragos en porquerizas y gallineros, e irrumpieron en la catedral aullando yahogándose en espumarajos de sangre, mientras se celebraba el tedeumpor la derrota de la escuadra inglesa. Sin embargo, los dramas, más terriblesno pasaban a la historia, pues ocurrían entre la población negra, dondeescamoteaban a los mordidos para tratarlos con magias africanas en lospalenques de cimarrones.A pesar de tantos escarmientos, ni blancos ni negros ni indios pensaban en larabia, ni en ninguna de las enfermedades de incubación lenta, mientras noGabriel García Márquez 13Del amor y otros demoniosse revelaban los primeros síntomas irreparables. Bernarda Cabrera procediócon el mismo criterio. Pensaba que las fabulaciones de los esclavos iban másrápido y más lejos que las de los cristianos, y que hasta un simple mordisco deperro podía causar un daño a la honra de la familia. Tan segura estaba desus razones, que ni siquiera le mencionó el asunto al marido, ni volvió arecordarlo hasta el domingo siguiente, cuando la criada fue sola al mercadoy vio el cadáver de un perro colgado de un almendro para que se supieraque había muerto del mal de rabia.Le bastó una mirada para reconocer el lucero en la frente y la pelambrecenicienta del que mordió a Sierva María. Sin embargo, Bernarda no sepreocupó cuando se lo contaron. No había de qué: la herida estaba seca yno quedaba ni rastro de las escoriaciones.Diciembre había empezado mal, pero pronto recuperó sus tardes deamatista y sus noches de brisas locas. La Navidad fue más alegre que enotros años por las buenas noticias de España. Pero la ciudad no era la deantes. El mercado principal de esclavos se había trasladado a La Habana, ylos mineros y hacendados de estos reinos de Tierra Firme preferían comprar sumano de obra de contrabando y a menor precio en las Antillas inglesas. Demodo que había dos ciudades: una alegre y multitudinaria durante los seismeses que permanecían los galeones, y otra soñolienta en el resto del año, ala espera de que regresaran.No volvió a saberse nada de los mordidos hasta principios de enero, cuandouna india andariega conocida con el nombre de Sagunta tocó a la puertadel marqués a la hora sagrada de la siesta. Era muy vieja, y andabadescalza a pleno sol con un bordón de carreto y envuelta de pies a cabezaen una sábana blanca. Tenía la mala fama de ser remiendavirgos yabortera, aunque la compensaba con la buena de conocer secretos deindios para levantar desahuciados.El marqués la recibió de mala gana, de pie en el zaguán y demoró enentender lo que quería, pues era una mujer de gran parsimonia ycircunloquios enrevesados. Dio tantas vueltas y revueltas para llegar alasunto, que el marqués perdió la paciencia.«Sea lo que sea, dígamelo sin más latines», le dijo.«Estamos amenazados por una peste de mal de rabia», dijo Sagunta,«y yo soy la única que tengo las llaves de San Huberto, patrono de loscazadores y sanador de los arrabiados».«No veo el porqué de una peste», dijo el marqués.«No hay anuncios de cometas ni eclipses, que yo sepa, ni tenemos culpastan grandes como para que Dios se ocupe de nosotros».Sagunta le informó que en marzo habría un eclipse total de sol, y le dionoticias completas de los mordidos el primer domingo de diciembre.Dos habían desaparecido, sin duda escamoteados por los suyos para tratarde hechizarlos, y un tercero había muerto del mal de rabia en la segundasemana. Había un cuarto que no fue mordido sino apenas salpicado por lababa del mismo perro, y estaba agonizando en el hospital del Amor de Dios.El alguacil mayor había hecho envenenar aun centenar de perros sin dueñoen lo que iba del mes. En una semana más no quedaría uno vivo en la calle.14 Gabriel García MárquezDel amor y otros demonios«De todos modos, no sé qué tenga yo que ver con eso», dijo el marqués.«y menos a una hora tan extraviada» .«Su niña fue la primera mordida», dijo Sagunta.El marqués le dijo con una gran convicción:«Si así fuera, yo habría sido el primero en saberlo».Creía que la niña se sentía bien, y no le parecía posible que algo tan grave lehubiera ocurrido sin que él lo supiera. Así que dio la visita por terminada y sefue a completar la siesta.No obstante, esa tarde buscó a Sierva María en los patios del servicio. Estabaayudando a desollar conejos, con la cara pintada de negro, descalza y conel turbante colorado de las esclavas. Le preguntó si era verdad que la habíamordido un perro, y ella le contestó que no sin la menor duda. Pero Bernardase lo confirmó esa noche. El marqués, confundido, preguntó:«¿Por qué Sierva lo niega?».«Porque no hay modo de que diga una verdad ni por yerro», dijo Bernarda.«Entonces hay que proceder», dijo el marqués,«porque el perro tenía el mal de rabia».«Al contrario», dijo Bernarda.«más bien, el perro debió morir por morderla a ella. Eso fue por diciembre y lamuy descarada está como una flor».Ambos siguieron atentos a los rumores crecientes sobre la gravedad de lapeste, y aun contra sus deseos tuvieron que conversar otra vez sobre asuntosque les eran comunes, como en los tiempos en que se odiaban menos. Paraél era claro. Siempre creyó que amaba a la hija, pero el miedo al mal derabia lo obligaba a confesarse que se engañaba a sí mismo por comodidad.Bernarda, en cambio, no se lo preguntó siquiera, pues tenía plenaconciencia de no amarla ni de ser amada por ella, y ambas cosas leparecían justas. Mucho del odio que ambos sentían por la niña era por loque ella tenía del uno y del otro. Sin embargo, Bernarda estaba dispuesta ahacer la farsa de las lágrimas y a guardar un luto de madre adolorida porpreservar su honra, con la condición de que la muerte de la niña fuera poruna causa digna.«No importa cuál», precisó, «siempre que no sea una enfermedad de perro».El marqués comprendió en ese instante, como una deflagración celestial,cuál era el sentido de su vida.«La niña no se va a morir», dijo, resuelto. «Pero si tiene que morir ha de ser delo que Dios disponga» .El martes fue al hospital del Amor de Dios, en el cerro de San Lázaro, para veral arrabiado de que le habló Sagunta. No fue consciente de que su carrozade crespones mortuorios iba a ser vista como un síntoma más de lasdesgracias que se estaban incubando, pues hacía muchos años que no salíade su casa sino en las grandes ocasiones, y hacía otros muchos que no habíaocasiones más grandes que las infaustas.La ciudad estaba sumergida en su marasmo de siglos, pero no faltó quienvislumbrara el rostro macilento, los ojos fugaces del caballero incierto con sustafetanes de luto, cuya carroza abandonó el recinto amurallado y se dirigióa campo traviesa hacia el cerro de San Lázaro. En el hospital, los leprososGabriel García Márquez 15Del amor y otros demoniostirados en los pisos de ladrillos lo vieron entrar con sus trancos de muerto, y lecerraron el paso para pedirle una limosna. En el pabellón de los furiososcontinuos, amarrado a un poste, estaba el arrabiado.Era un mulato viejo con la cabeza y la barba algodonadas. Estaba yaparalizado de medio cuerpo, pero la rabia le había infundido tanta fuerza enla otra mitad, que debieron amarrarlo para que no se despedazara contralas paredes. Su relato no dejaba dudas de que lo había mordido el mismoperro ceniciento del lucero blanco que mordió a Sierva María. Y lo habíababeado, en efecto, aunque no sobre la piel sana sino en una úlceracrónica que tenía en la pantorrilla. Esa precisión no fue bastante paratranquilizar al marqués, que abandonó el hospital horrorizado por la visión delmoribundo y sin una luz de esperanza para Sierva María.Cuando volvía a la ciudad por la cornisa del cerro encontró a un hombre degran apariencia sentado en una piedra del camino junto a su caballomuerto. El marqués hizo detener el coche, y sólo cuando el hombre se pusode pie reconoció al licenciado Abrenuncio de Sa Pereira Cao, el médicomás notable y controvertido de la ciudad. Era idéntico al rey de bastos.Llevaba un sombrero de alas grandes para el sol, botas de montar, y la capanegra de los libertos letrados. Saludó al marqués con una ceremonia pocousual.«Benedictus qui venit in nomine veritatis», dijo.Su caballo no había resistido de bajada la misma cuesta que había subido altrote, y se le reventó el corazón. Neptuno, el cochero del marqués, trató dedesensillarlo. El dueño lo disuadió.«Para qué quiero silla si no tendré a quién ensillar», dijo. «Déjela que se pudracon él».El cochero tuvo que ayudarlo a subir en la carroza por su corpulencia pueril,y el marqués le hizo la distinción de sentarlo a su derecha. Abrenunciopensaba en el caballo.«Es como si se me hubiera muerto la mitad del cuerpo, suspiró.«Nada es tan fácil de resolver como la muerte de un caballo», dijo elmarqués.Abrenuncio se animó. «Éste era distinto», dijo.«Si tuviera los medios, lo haría sepultar en tierra sagrada».Miró al marqués a la espera de su reacción, y terminó:«En octubre cumplió cien años».«No hay caballo que viva tanto», dijo el marqués.«Puedo probarlo», dijo el médico.Servía los martes en el Amor de Dios, ayudando a los leprosos enfermos deotros males. Había sido alumno esclarecido del licenciado Juan MéndezNieto, otro judío portugués emigrado al Caribe por la persecución en España,y había heredado su mala fama de nigromante y deslenguado, pero nadieponía en duda su sabiduría. Sus pleitos con los otros médicos, que noperdonaban sus aciertos inverosímiles ni sus métodos insólitos, eranconstantes y sangrientos. Había inventado una píldora de una vez al añoque afinaba el tono de la salud y alargaba la vida, pero causaba talestrastornos del juicio los primeros tres días que nadie más que él se arriesgaba16 Gabriel García MárquezDel amor y otros demoniosa tomarla. En otros tiempos solía tocar el arpa a la cabecera de los enfermospara sedarlos con cierta música compuesta a propósito. No practicaba lacirugía, que siempre consideró un arte inferior de dómines y barberos, y suespecialidad terrorífica era predecir a los enfermos el día y la hora de lamuerte. Sin embargo, tanto su buena fama como la mala se sustentaban enlo mismo: se decía, y nadie lo desmintió nunca, que había resucitado a unmuerto.A pesar de su experiencia, Abrenuncio estaba conmovido por el arrabiado.«El cuerpo humano no está hecho para los años que uno podría vivir»,dijo. El marqués no perdió una palabra de su disertación minuciosa ycolorida, y sólo habló cuando el médico no tuvo nada más que decir.«¿Qué se puede hacer con ese pobre hombre?»,preguntó.«Matarlo», dijo Abrenuncio.El marqués lo miró espantado.«Al menos es lo que haríamos si fuéramos buenos cristianos», prosiguió elmédico, impasible.«Y no se asombre, señor: hay más cristianos buenos de los que uno cree».Se refería en realidad a los cristianos pobres de cualquier color, en losarrabales y en el campo, que tenían el coraje de echar un veneno en lacomida de sus arrabiados para evitarles el espanto de postrimerías. A finesdel siglo anterior una familia entera se tomó la sopa envenenada porqueninguno tuvo corazón para envenenar solo a un niño de cinco años.«Se supone que los médicos no sabemos que esas cosas suceden», concluyóAbrenuncio. «Y no es así pero carecemos de autoridad moral pararespaldarlas. A cambio de eso, hacemos con los moribundos lo que ustedacaba de ver. Los encomendamos a San Huberto, y los amarramos a unposte para que puedan agonizar peor y por más tiempo»«¿No hay otro recurso?», preguntó el marqués.«Después de los primeros insultos de la rabia, no hay ninguno», dijo el médico.Habló de tratados alegres que la consideraban como enfermedad curable,con base en fórmulas diversas: la hepática terrestre, el cinabrio, el almizcle, elmercurio argentino, el anagallis flore purpureo. «Pamplinas», dijo.«Lo que pasa es que a unos les da la rabia y a otros no, y es fácil decir que alos que no les dio fue por las medicinas».Buscó los ojos del marqués para asegurarse de que seguía despierto, yconcluyó:«¿Por qué tiene tanto interés?»«Por piedad», mintió el marqués.Contempló desde la ventana el mar aletargado por el tedio de las cuatro, yse dio cuenta con el corazón oprimido de que habían vuelto las golondrinas.Aún no se alzaba la brisa. Un grupo de niños trataba de cazar a pedradas unalcatraz extraviado en una playa cenagosa, y el marqués lo siguió en suvuelo fugitivo hasta que se perdió entre las cúpulas radiantes de la ciudadfortificada .La carroza entró en el recinto de las murallas por la puerta de tierra de laMedia Luna y Abrenuncio guió al cochero hasta su casa a través delGabriel García Márquez 17Del amor y otros demoniosbullicioso arrabal de los artesanos. No fue fácil. Neptuno era mayor desetenta años, y además indeciso y corto de vista, y estaba acostumbrado aque el caballo siguiera solo por las calles que conocía mejor que él. Cuandodieron por fin con la casa, Abrenuncio se despidió en la puerta con unasentencia de Horacio.«No sé latín», se excusó el marqués.«Ni falta que le hace!», dijo Abrenuncio. Y lo dijo en latín, por supuesto.El marqués quedó tan impresionado, que su primer acto al volver a casa fueel más raro de su vida. Le ordenó a Neptuno que recogiera el caballomuerto en el cerro de San Lázaro y lo enterrara en tierra sagrada, y que muytemprano al día siguiente le mandara a Abrenuncio el mejor caballo de suestablo.Después del alivio efímero de las purgas de antimonio, Bernarda se aplicabalavativas de consuelo hasta tres veces al día para sofocar el incendio de susvísceras, o se sumergía en baños calientes con jabones de olor hasta seisveces para templar los nervios. Nada le quedaba entonces de lo que fue derecién casada, cuando concebía aventuras comerciales que sacabaadelante con una certidumbre de adivina, tales eran sus logros, hasta lamala tarde en que conoció al Judas Iscariote y se la llevó la desgracia.Lo había encontrado por casualidad en una corraleja de ferias peleándosea manos limpias, casi desnudo y sin ninguna protección, contra un toro delidia. Era tan hermoso y temerario que no pudo olvidarlo. Días después volvióa verlo en una cumbiamba de carnaval a la que ella asistía disfrazada depordiosera con antifaz, y rodeada por sus esclavas vestidas de marquesascon gargantillas y pulseras y zarcillos de oro y piedras preciosas. Judas estabaen el centro de un círculo de curiosos, bailando con la que le pagara, yhabían tenido que poner orden para calmar las ansias de las pretendientas.Bernarda le preguntó cuánto costaba. Judas le contestó bailando:«Medio real».Bernarda se quitó el antifaz.«Lo que te pregunto es cuánto cuestas de por vida», le dijo.Judas vio que a cara descubierta no era tan pordiosera como parecía. Soltóla pareja, y se acercó a ella caminando con ínfulas de grumete para que sele notara el precio.«Quinientos pesos oro», dijo.Ella lo midió con un ojo de tasadora rejugada.Era enorme, con piel de foca, torso ondulado, caderas estrechas y piernasespigadas, y con unas manos plácidas que negaban su oficio. Bernardacalculó:«Mides ocho cuartas».«Más tres pulgadas», dijo él.Bernarda le hizo bajar la cabeza al alcance de ella para examinarle ladentadura, y la perturbó el hálito de amoníaco de sus axilas. Los dientesestaban completos, sanos y bien alineados.«Tu amo debe estar loco si cree que alguien te va a comprar a precio decaballo», dijo Bernarda.18 Gabriel García MárquezDel amor y otros demonios«Soy libre y me vendo yo mismo», contestó él. Y remató con un cierto tono:«Señora».«Marquesa», dijo ella.Él le hizo una reverencia de cortesano que la dejó sin aliento, y lo compró porla mitad de sus pretensiones.«Sólo por el placer de la vista», según dijo. A cambio le respetó su condiciónde libre y el tiempo para seguir con su toro de circo. Lo instaló en un cuartocercano al suyo que había sido del caballerango, y lo esperó desde laprimera noche, desnuda y con la puerta desatrancada, segura de que él iríasin ser invitado. Pero tuvo que esperar dos semanas sin dormir en paz por losardores del cuerpo.En realidad, tan pronto como él supo quién era ella y vio la casa por dentro,recobró su distancia de esclavo. Sin embargo, cuando Bernarda habíadejado de esperarlo y durmió con sayuela y pasó la tranca en la puerta, élse metió por la ventana. La despertó el aire del cuarto enrarecido por sugrajo amoniacal. Sintió el resuello de minotauro buscándola a tientas en laoscuridad, el fogaje del cuerpo encima de ella, las manos de presa que leagarraron la sayuela por el cuello y se la desgarraron en canal mientras leroncaba en el oído: «Puta, puta». Desde esa noche supo Bernarda que noquería hacer nada más de por vida.Se enloqueció por él. Se iban por las noches a los bailes de candil en losarrabales, él vestido de caballero con levita y sombrero redondo queBernarda le compraba a su gusto, y ella disfrazada de cualquier cosa alprincipio, y después con su propia cara. Lo bañó en oro, con cadenas, anillosy pulseras, y le hizo incrustar diamantes en los dientes. Creyó morir cuando sedio cuenta de que se acostaba con todas las que encontraba a su paso,pero al final se conformó con las sobras. Fueron los tiempos en que Domingade Adviento entró en su dormitorio a la hora de la siesta, creyendo queBernarda estaba en el trapiche, y los sorprendió en pelotas haciendo elamor por el suelo. La esclava se quedó más deslumbrada que atónita con lamano en la aldaba.«No te quedes ahí como una muerta», le gritó Bernarda.«o te vas, o te revuelcas aquí con nosotros» .Dominga de Adviento se fue con un portazo que le sonó a Bernarda comouna bofetada. Ella la convocó esa noche y la amenazó con castigos atrocespor cualquier comentario que hiciera de lo que había visto.«No se preocupe, blanca», le dijo la esclava.«Usted puede prohibirme lo que quiera, y yo le cumplo».Y concluyó:«Lo malo es que no puede prohibirme lo que pienso».Si el marqués lo supo se hizo bien el desentendido. A fin de cuentas, SiervaMaría era lo único que le quedaba en común con la esposa, y no la teníacomo hija suya sino sólo de ella. Bernarda, por su parte, ni siquiera lopensaba. Tan olvidada la tenía, que de regreso de una de sus largastemporadas en el trapiche la confundió con otra por lo grande y distinta queestaba. La llamó, la examinó, la interrogó sobre su vida, pero no obtuvo deella una palabra.«Eres idéntica a tu padre», le dijo. «Un engendro».Gabriel García Márquez 19Del amor y otros demoniosEse seguía siendo el ánimo de ambos el día en que el marqués regresó delhospital del Amor de Dios y le anunció a Bernarda su determinación deasumir con mano de guerra las riendas de la casa. Había en su premura unalgo frenético que dejó a Bernarda sin réplica.Lo primero que hizo fue devolverle a la niña el dormitorio de su abuela lamarquesa, de donde Bernarda la había sacado para que durmiera con losesclavos. El esplendor de antaño seguía intacto bajo el polvo: la camaimperial que la servidumbre creía de oro por el brillo de sus cobres; elmosquitero de gasas de novia, las ricas vestiduras de pasamanería, ellavatorio de alabastro con numerosos pomos de perfumes y afeites alineadosen un orden marcial sobre el tocador; el beque portátil, la escupidera y elvomitorio de porcelana, el mundo ilusorio que la anciana baldada por elreumatismo había soñado para la hija que no tuvo y la nieta que nunca vio.Mientras las esclavas resucitaban el dormitorio, el marqués se ocupó deponer su ley en la casa.Espantó a los esclavos que dormitaban a la sombra de las arcadas yamenazó con azotes y ergástulas a los que volvieran a hacer susnecesidades en los rincones o jugaran a suerte y azar en los aposentosclausurados. No eran disposiciones nuevas. Se habían cumplido con muchomás rigor cuando Bernarda tenía el mando y Dominga de Adviento loimponía, y el marqués se regodeaba en público de su sentencia histórica:«En mi casa se hace lo que yo obedezco». Pero cuando Bernarda sucumbióen los tremedales del cacao y Dominga de Adviento murió, los esclavosvolvieron a infiltrarse con gran sigilo, primero las mujeres con sus crías paraayudar en oficios menudos, y luego los hombres ociosos en busca de lafresca de los corredores.Aterrada por el fantasma de la ruina, Bernarda los mandaba a que seganaran la comida mendigando en la calle. En una de sus crisis decidiómanumitirlos, salvo a los tres o cuatro del servicio doméstico, pero el marquésse opuso con una sinrazón:«Si han de morirse de hambre, es mejor que se mueran aquí y no por esosandurriales».No se atuvo a fórmulas tan fáciles cuando el perro mordió a Sierva María.Invistió de poderes al esclavo que le pareció de más autoridad y mayorconfianza, y le impartió instrucciones cuya dureza escandalizó a la mismaBernanda. A la primera noche, cuando la casa estaba ya en orden porprimera vez desde la muerte de Dominga de Adviento, encontró a SiervaMaría en la barraca de las esclavas, entre media docena de jóvenes negrasque dormían en hamacas entrecruzadas a distintos niveles. Las despertó atodas para impartir las normas del nuevo gobierno.«Desde esta fecha la niña vive en la casa», les dijo.«Y sépase aquí y en todo el reino que no tiene más que una familia, y es sólode blancos».La niña resistió cuando él quiso llevarla en brazos al dormitorio, y tuvo quehacerle entender que un orden de hombres reinaba en el mundo. Ya en eldormitorio de la abuela, mientras le cambiaba el refajo de lienzo de lasesclavas por una camisa de noche, no logró de ella una palabra. Bernarda20 Gabriel García MárquezDel amor y otros demonioslo vio desde la puerta: el marqués sentado en la cama luchando con losbotones de la camisa de dormir que no pasaban por los ojales nuevos, y laniña de pie frente a él, mirándolo impasible. Bernarda nopudo reprimirse. «¿Por qué no se casan?», se burló y como el marqués no lehizo caso, dijo más:«No sería un mal negocio parir marquesitas criollas con patas de gallina paravenderlas a los circos».Algo había cambiado también en ella. A pesar de la ferocidad de la risa surostro parecía menos amargo, y había en el fondo de su perfidia unsedimento de compasión que el marqués no advirtió.Tan pronto como la sintió lejos, le dijo a la niña:«Es una gorrina» .Le pareció percibir en ella una chispa de interés:«¿Sabes lo que es una gorrina?», le preguntó, ávido de una respuesta. SiervaMaría no se la concedió. Se dejó acostar en la cama, se dejó acomodar lacabeza en las almohadas de plumas, se dejó cubrir hasta las rodillas con lasábana de hilo olorosa al cedro del arcón sin hacerle la caridad de unamirada. Él sintió un temblor de conciencia:«¿Rezas antes de dormir?»La niña no lo miró siquiera. Se acomodó en posición fetal por el hábito de lahamaca y se durmió sin despedirse. El marqués cerró el mosquitero con elmayor cuidado para que los murciélagos no la sangraran dormida. Iban aser las diez y el coro de las locas era insoportable en la casa redimida por laexpulsión de los esclavos.El marqués soltó los mastines que salieron en estampida hacia el dormitoriode la abuela, olfateando las hendijas de las puertas con latidos acezantes. Elmarqués les rascó la cabeza con la yema de los dedos, y los calmó con labuena noticia:«Es Sierva, que desde esta noche vive con nosotros».Durmió poco y mal por las locas que cantaron hasta las dos. Lo primero quehizo al levantarse con los primeros gallos fue ir al cuarto de la niña, y noestaba allí sino en el galpón de las esclavas. La que dormía más cercadespertó asustada.«Vino sola, señor», dijo, antes de que él le preguntara nada. «Ni siquiera me dicuenta».El marqués sabía que era cierto. Indagó cuál de ellas acompañaba a SiervaMaría cuando la mordió el perro. La única mulata, que se llamaba Caridaddel Cobre, se identificó tiritando de miedo. El marqués la tranquilizó.«Encárgate de ella como si fueras Dominga de Adviento», le dijo.Le explicó sus deberes. Le advirtió que no la perdiera de vista ni un momentoy la tratara con afecto y comprensión, pero sin complacencias. Lo másimportante era que no traspasara la cerca de espinos que haría construirentre el patio de los esclavos y el resto de la casa. En la mañana al despertary en la noche antes de dormir debía darle un informe completo sin que él selo preguntara.«Fíjate bien lo que haces y cómo lo haces»,Gabriel García Márquez 21Del amor y otros demoniosconcluyó. «Has de ser la única responsable de que estas mis órdenes secumplan».A las siete de la mañana, después de enjaular los perros, el marqués fue acasa de Abrenuncio. El médico le abrió en persona, pues no tenía esclavos nisirvientes. El marqués se hizo a sí mismo el reproche que creía merecer.«Éstas no son horas de visita», dijo.El médico le abrió el corazón, agradecido por el caballo que acababa derecibir. Lo llevó por el patio hasta el cobertizo de una antigua herrería de laque no quedaban sino los escombros de la fragua. El hermoso alazán de dosaños, lejos de sus querencias, parecía azogado. Abrenuncio lo aplacó conpalmaditas en las mejillas, mientras le murmuraba al oído vanas promesas enlatín.El marqués le contó que al caballo muerto lo habían enterrado en la antiguahuerta del hospital del Amor de Dios, consagrada como cementerio de ricosdurante la peste del cólera. Abrenuncio se lo agradeció como un favorexcesivo. Mientras hablaban, le llamó la atención que el marqués semantuviera a distancia. Él le confesó que nunca se había atrevido a montar.«Temo tanto a los caballos como a las gallinas», dijo.«Es una lástima, porque la incomunicación con los caballos ha retrasado a lahumanidad», dijo Abrenuncio.«Si alguna vez la rompiéramos podríamos fabricar el centauro».El interior de la casa, iluminado por dos ventanas abiertas a la mar grande,estaba arreglado con el preciosismo vicioso de un soltero empedernido.Todo el ámbito estaba ocupado por una fragancia de bálsamos que inducíaa creer en la eficacia de la medicina. Había un escritorio en orden y unavidriera llena de pomos de porcelana con rótulos en latín. Relegada en unrincón estaba el arpa medicinal cubierta de un polvo dorado. Lo más notorioeran los libros, muchos en latín, con lomos historiados. Los había en vitrinas yen estantes abiertos, o puestos en el suelo con gran cuidado, y el médicocaminaba por los desfiladeros de papel con la facilidad de un rinoceronteentre las rosas. El marqués estaba abrumado por la cantidad.«Todo lo que se sabe debe de estar en este cuarto», dijo.«Los libros no sirven para nada», dijo Abrenuncio de buen humor.«La vida se me ha ido curando las enfermedades que causan los otrosmédicos con sus medicinas».Quitó un gato dormido de la poltrona principal, que era la suya, para que sesentara el marqués. Le sirvió un cocimiento de hierbas que él mismo preparóen el hornillo del atanor, mientras le hablaba de sus experiencias médicas,hasta que se dio cuenta de que el marqués había perdido el interés.Así era: se había levantado de pronto y le daba la espalda, mirando por laventana el mar huraño. Por fin, siempre de espaldas, encontró el valor paraempezar.«Licenciado», murmuró.Abrenuncio no esperaba el llamado.«¿Ajá?»«Bajo la gravedad del sigilo médico, y sólo para su gobierno, le confieso quees verdad lo que dicen», dijo el marqués en un tono solemne.22 Gabriel García MárquezDel amor y otros demonios«El perro rabioso mordió también a mi hija».Miró al médico y se encontró con un alma en paz.«Ya lo sé», dijo el doctor. «Y supongo que por eso ha venido a una hora tantemprana».«Así es», dijo el marqués. Y repitió la pregunta que ya había hecho sobre elmordido del hospital:«¿ Qué podemos hacer?»En vez de su respuesta brutal del día anterior, Abrenuncio pidió ver a SiervaMaría. Era eso lo que el marqués quería pedirle. Así que estaban de acuerdo,y el coche los esperaba en la puerta.Cuando llegaron a la casa, el marqués encontró a Bernarda sentada altocador, peinándose para nadie con la coquetería de los años lejanos enque hicieron el amor por última vez, y que él había borrado de su memoria. Elcuarto estaba saturado de la fragancia primaveral de sus jabones. Ella vio almarido en el espejo, y le dijo sin acidez:«¿Quiénes somos para andar regalando caballos?»El marqués la eludió. Cogió de la cama revuelta la túnica de diario, se la tiróencima a Bernarda, y le ordenó sin compasión:«Vístase, que aquí está el médico».«Dios me libre», dijo ella.«No es para usted, aunque buena falta le hace»,dijo él. «Es para la niña».«No le servirá de nada», dijo ella. «O se muere o no se muere: no hay deotra». Pero la curiosidad pudo más: «¿Quién es?»«Abrenuncio», dijo el marqués.Bernarda se escandalizó. Prefería morirse como estaba, sola y desnuda,antes que poner su honra en manos de un judío agazapado. Había sidomédico en casa de sus padres, y lo habían repudiado porque propalaba elestado de los pacientes para magnificar sus diagnósticos. El marqués laenfrentó.«Aunque usted no lo quiera, y aunque yo lo quiera menos, usted es sumadre», dijo. «Es por ese derecho sagrado que le pido dar fe del examen».«Por mí hagan lo que les dé la gana», dijo Bernarda. «Yo estoy muerta».Al contrario de lo que podía esperarse, la niña se sometió sin remilgos a unaexploración minuciosa de su cuerpo, con la curiosidad con que hubieraobservado un juguete de cuerda. «Los médicos vemos con las manos», le dijoAbrenuncio. La niña, divertida, le sonrió por primera vez.Las evidencias de su buena salud estaban a la vista, pues a pesar de su airedesvalido tenía un cuerpo armonioso, cubierto de un vello dorado, casiinvisible, y con los primeros retoños de una floración feliz. Tenía los dientesperfectos, los ojos clarividentes, los pies reposados, las manos sabias, y cadahebra de su cabello era el preludio de una larga vida. Contestó de buenánimo y con mucho dominio el interrogatorio insidioso, y había queconocerla demasiado para descubrir que ninguna respuesta era verdad.Sólo se puso tensa cuando el médico encontró la cicatriz ínfima en el tobillo.La astucia de Abrenuncio le salió adelante:«¿Te caíste?»Gabriel García Márquez 23Del amor y otros demoniosLa niña afirmó sin pestañear:«Del columpio».El médico empezó a conversar consigo mismo en latín. El marqués le salió alpaso:«Dígamelo en ladino».«No es con usted», dijo Abrenuncio. «Pienso en bajo latín».Sierva María estaba encantada con las artimañas de Abrenuncio, hasta queéste le puso la oreja en el pecho para auscultarla. El corazón le daba tumbosazorados, y la piel soltó un rocío lívido y glacial con un recóndito olor decebollas. Al terminar, el médico le dio una palmadita cariñosa en la mejilla.«Eres muy valiente», le dijo.Ya a solas con el marqués, le comentó que la niña sabía que el perro teníamal de rabia. El marqués no entendió.«Le ha dicho muchos embustes», dijo, «pero ese no».«No fue ella, señor», dijo el médico. «Me lo dijo su corazón: era como unaranita enjaulada».El marqués se demoró en el recuento de otras mentiras sorprendentes de lahija, no con disgusto sino con un cierto orgullo de padre. «Quizás vaya a serpoeta», dijo. Abrenuncio no admitió que la mentira fuera una condición delas artes.«Cuanto más transparente es la escritura más se ve la poesía», dijo.Lo único que no pudo interpretar fue el olor de cebollas en el sudor de laniña. Como no sabía de ninguna relación entre cualquier olor y el mal derabia, lo descartó como síntoma de nada. Caridad del Cobre le reveló mástarde al marqués que Sierva María se había entregado en secreto a lasciencias de los esclavos, que la hacían masticar emplasto de manajú y laencerraban desnuda en la bodega de cebollas para desvirtuar el maleficiodel perro.Abrenuncio no dulcificó el mínimo detalle de la rabia. «Los primeros insultosson más graves y rápidos cuanto más profundo sea el mordisco y cuantomás cercano al cerebro», dijo. Recordó el caso de un paciente suyo quemurió al cabo de cinco años, pero quedó la duda de si no habría sufridocontagio posterior que pasó inadvertido. La cicatrización rápida no queríadecir nada: al cabo de un tiempo imprevisible la cicatriz podía hincharse,abrirse de nuevo y supurar. La agonía llegaba a ser tan espantosa que eramejor la muerte. Lo único lícito que podía hacerse entonces era apelar alhospital del Amor de Dios, donde tenían senegaleses diestros en el manejode herejes y energúmenos enfurecidos. De no ser así, el marqués en personatendría que asumir la condena de mantener a la niña encadenada en lacama hasta morir.«En la ya larga historia de la humanidad», concluyó, «ningún hidrofóbico havivido para contarlo» .El marqués decidió que no habría una cruz por pesada que fuera que noestuviera resuelto a cargar.De modo que la niña moriría en su casa. El médico lo premió con una miradaque más parecía de lástima que de respeto.24 Gabriel García MárquezDel amor y otros demonios«No podía esperarse menos grandeza de su parte, señor», le dijo. «y no dudode que su alma tendrá el temple para soportarlo».Insistió una vez más en que el pronóstico no era alarmante. La herida estabalejos del área de mayor riesgo y nadie recordaba que hubiera sangrado. Lomás probable era que Sierva María no contrajera la rabia.«¿y mientras tanto?», preguntó el marqués.«Mientras tanto», dijo Abrenuncio, «tóquenle música, llenen la casa de flores,hagan cantar los pájaros, llévenla a ver los atardeceres en el mar, denletodo lo que pueda hacerla feliz». Se despidió con un voleo del sombrero enel aire y la sentencia latina de rigor. Pero esta vez la tradujo en honor delmarqués: «No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad».Gabriel García Márquez 25Del amor y otros demonios