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En ese tiempo alterno que alimenta la vitalidad de la incertidumbre, el latir de las horas anónimas poco a poco iba imponiendo límites a los laberintos de la existencia, no obstante, el alma de ella, y el alma de él, se acababan de encontrar, y con ello, acababan de despertar a la vida en medio de una ilusión que era constantemente dilatada por unas extrañas y curiosas aves que suelen anidar en el asombro y el misterio. Dumet le dijo a Denise que confiara en él. Ella le dijo que confiaba con toda su alma, con todo su ser. Entonces él le dijo a ella que en el lugar en el cual había despertado había encontrado una carta que le decía que mientras no pudieran salir de aquella realidad él y su enamorada debían ensayar ritos y juegos de amor.

—Tengo miedo, Dumet. Tengo miedo de los antojos del amanecer. Tengo miedo de ese ligero aroma a suicidio que inunda el aire. Tengo mucho miedo de todo.

—No te preocupes —dijo él—. ¿Sabes?, dicen que en el más allá todos los recuerdos y las experiencias dulces arden como una llama de eterno presente, una llama de fuego fatuo, mientras que todos los posibles futuros de esencia catastrófica y oscura, de alguna forma han sido trasladados al jardín casi irreal del pasado.

—¿Y qué tiene ese jardín de especial?

—Pues que todas las arquitecturas de lo nefasto, allí, se van agazapando poco a poco entre todas y cada una de las aristas del olvido.

—Eso significa, mi amor, que aún no estamos muertos y que debemos hallar algo de poesía tras la melodía de la vida. ¿Verdad que sí?

—Así es, también significa, mi querida, que debemos abrazar toda confesión de la luna. Que debemos tallar con la suavidad indeleble de la ternura los más luminosos horizontes. Significa ello que debemos empezar a desmenuzar el vacío, que debemos empezar a jugar los más intensos juegos de amor que jamás hayamos jugado.

De acuerdo con lo poco que sabía Dumet y lo poco que sabía Denise, y con algunos datos extra que ambos pudieron hallar en algunas cartas que algunos maniquís tenían en sus manos, ellos debían amarse sin reparo, debían amarse con la intensidad suficiente como para romper sus propios espejismos, debían amarse con aquella sublime lactancia que se halla oculta en las humedades más íntimas del cuerpo, debían amarse desde aquella insubordinada locura que les permitiría acariciar sus propios delirios, y ello, desde luego, mientras buscaban, a su vez, un maniquí de color morado que representaba a Marcel Larkin. Un maniquí que les permitiría salir de aquella realidad.

—¿Dumet?

—Dime, mi cielo.

—¿Cuáles son las razones por la cuales la luna esconde su propio corazón?

—Pues, a decir verdad, no las conozco todas, mi amor, pero sí sé que una de ellas tiene que ver con el hecho de que aquella dama soñadora y perlada posee un exceso de vacío dentro de sí misma, así como un tiempo muy curioso de eternidad consumada.

—¿Dumet?

—Dime, cariño.

—Me gustaría que entraras en mí, nunca has entrado y quiero moldearte con mi cuerpo.

Mientras aquel par de enamorados conversaban sobre la esteparia planicie de sus pasiones develadas, alguien los espiaba. Un asombra misteriosa en medio de un diluvio de murmullos de amor y misterio. Murmullos de almíbar y misteriosas sombras alargadas, murmullos sobreseídos, murmullos capaces de surcar aquel ancho mar que conforma la más dulce constelación de los pecados. Los siniestros maniquís de aquel extraño universo de la nada, por su parte, cambiaban de postura e incluso de posición cuando aquel par de enamorados que deben ensayar ritos iniciáticos de amor absoluto, no los veían.

El cielo también amaba, amaba con relámpagos. El cielo parecía estar poseído por una luz danzante, de hecho, todos los pensamientos de la Tierra se agotaban lujuriosamente en aquellas caricias luminosas.

De las inercias de la piel a un mar de constelacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora