Odio los dulces. En especial los caramelos; sean macizos o suaves, enchilosos o dulces, es la forma que tienen: como dos fríos ojos humanos, redondos y relucientes que miran a ningún lado. Pero como este mundo es vasto y extraño, con cabida para todos, tuve la desgracia de conocer a Silvia, una chica cuya pasión eran los caramelos. Era de mi clase de inglés, y, por mucho que me desagradara el acumular de las envolturas a los pies de su escritorio, nos hicimos buenas amigas casi de inmediato. Por mucho que me esforcé en olvidarla, era una chica tan inusualmente bonita, que el recuerdo de su figura había quedado plasmado en mi memoria: pelo rubio sobre una tez clara y salpicada de unas suaves pecas, siempre llevaba short de mezclilla, nunca pantalones, ni siquiera en invierno, como si temiera perder de vista sus piernas; aunque Rose siempre me decía que, muy a la salud de mis compañeros de clase, que le gustaba que le vieran las piernas. Silvia era brutalmente directa, y era justamente eso lo que me emocionaba de ser su amiga: no tenía pelos en la lengua para nadie y tuvo, en repetidas ocasiones, de rechazar al chico mejor parecido de la clase. Tenía pasatiempos muy comunes, como la música y las películas, bueno, al menos esos eran los que me había contado. Entre más se resistía Silvia a platicarme sobre su familia o de si vivía sola, más me interesaba en acosarla con preguntas de todo tipo. El único comportamiento que no se soportaba eran los dulces; los comía a toda hora y siempre llevaba no menos de veinte encima, desde paletas macizas hasta chicles, pero los que más disfrutaba eran los caramelos. Tenía extraños rituales para comerlos, los abría con toda calma, haciendo crujir el metalizado empaque que los cubría, que, en el obligado silencio del salón de clases, parecía que hasta los chicos en el aula contigua podían oírlo; luego se los echaba a la boca con un ágil y suave movimiento, asegurándose de pasar, el dedo que había tocado la golosina por sus delicados labios, temerosa de perder incluso la más mínima gota de sabor. Yo observaba desde las cercanías estas ceremonias, completamente absorta de cuan cuidadosos y estudiados eran sus movimientos, que palidecían ante lo meticuloso que era el acto cuando el dulce estaba dentro de su boca: su lengua acababa con las golosina a una velocidad inhumana, deseosa de comenzar otro ritual con un diferente sabor. En ocasiones, estaba tan perpleja que hasta olvidaba escribir, sin embargo, eso solo sucedía cuando Silvia traía un a bolsa de lana suave, de donde, como si fuera un mago, sacaba lo que yo creía, eran los dulces más deliciosos de todos. La intensidad de aquellos rituales alcanzaba niveles orgásmicos con aquellas misteriosas golosinas que nunca pude ver del todo, pues ella jamás compartía, ni siquiera, los dulces más comunes.
El último día que la vi por voluntad propia, estaba más emocionada que de costumbre, y los ligeros deslices de cordura que tenía al hablar, los atribuí, malamente, al exceso de azúcar.
-Créeme cuando te digo, Jane querida, que encontré un dulce de inusual sabor, le puse una inusual atención a su plática sobre dulces dándole una forzada expresión de sorpresa.
-¿En qué tienda los viste?, Silvia me mostró una ligera sonrisa, mezcla de satisfacción e ironía.
-Eso es lo mejor de todo, Jane querida, estuvieron todo el tiempo en mis narices y apenas me di cuenta.
-¿Y compartirás alguno conmigo?, Silvia se rascó la nuca para evadir la pregunta entre risas.
-No podría aunque quisiera, pero te compensaré, la chica me entregó un dulce y una pequeña nota escrita con tinta azul en una fina y cuidada caligrafía.
-Es mi dirección, paséate por aquí a la ocho en punto, se puntual por favor, Silvia se despidió con la mano y salió del salón a toda prisa. “Ahora si confía en mi del todo”, pensé, es la primera vez que voy a su casa en tres años de conocerla, será divertido”.
Un desafortunado mal cálculo me llevó a la puerta de su casa media hora antes de la cita. “Bueno, no puede decir que no fui puntual”. La casa de Silvia tenía ese aspecto modernista que pululaba por las calles de la ciudad: de dos pisos con ventanas pequeñas que contrastaban con los enormes patios, trasero y delantero, conectados por un pasillo creado por la barda del vecino y la casa. No vi luz alguna en las ventanas, pero no hubo necesidad de ninguna intuición extraña pues Silvia salió, a los pocos minutos, por la puerta principal, con unos audífonos de diadema puestos y la mirada en el suelo. Llevaba una bolsa negra de plástico y mucha prisa, pues atravesó a grandes zancadas todo el patio hasta torcer en el pasillo que llevaba al patio trasero. La seguí, mientras sacaba mi teléfono para marcarle a Rose e invitarla a la fiesta, presumirle que por fin iría a casa de Silvia, pero nadie contestó. “Tú te lo pierdes”, pensé mientras le sacaba una fotografía a la fachada de la casa para enviársela por un mensaje.
Seguí a Silvia pero el pasillo, pero cuando doblé en el, estaba vacío. Lo único que estaba a la vista era la entrada al sótano; de viejas puertas de madera pero con señas de haber sido usado con una espeluznante frecuencia. Me decidí por abrir una de las descoloridas puertas, cuyas bisagras estaban extrañamente bien aceitadas. Un frio penetrante se escapó de las entrañas del sótano y la débil luz al fondo iluminaba un patético intento de escalones de madera, enmohecidos e hinchados por los años de humedad. ¿Por qué una casa tan nueva necesitaba, con perdón del arquitecto a cargo, un sótano que estaba, literalmente, cayéndose a pedazos?. Baje por los peldaños despacio, un dulce aroma salía del corazón del lugar: un horror explosivo se precipitó ante mis ojos, como una fotografía instantánea, un flash de locura me cegó al ver a Rose atada a una silla de barbero vieja y con los cojines rasgados. Mi amiga estaba inconsciente y luego de que mi cerebro se recuperó del impacto, me apresuré a desatar las correas que apresaban sus muñecas. Era un broche sencillo, pero el pánico hacia a mis manos torpes pero mis oídos agudos; pude escuchar, pude escuchar el lento, muy lento y suave sonido de un par de pasos, cautelosos y rápidos que venían de la puerta que conectaba el sótano con el resto de la casa. Tuve que retirarme a la seguridad del único anaquel que había para ocultarme pues estaba hasta el tope de cajas, latas, botes y demás trastos dispuestos ingeniosamente, tal pareciera, como si aquello fuera posible, que el dueño los había colocado para que guardaran la mayor cantidad de polvo posible. En todo el tiempo en el sótano, mi cabeza no había considerado nada acerca del responsable, sin embargo, cuando aquella sedosa cabellera rubia hizo su aparición, abandoné cualquier elucubración posible.
Silvia llevaba en las manos un cubo metálico con agua, y, por primera vez, llevaba las piernas cubiertas por unas medias largas y unas pantuflas rojas y de aspecto mullido, acompañadas de su pijama. Su aspecto hacia de la comodidad una incómoda invitada en aquella aterradora escena. Silvia bañó a Rose con el agua, trayéndola bruscamente, y en medio de una frentica tos, del país de los sueño. Mientras Rose peleaba por darse cuenta donde estaba, Silvia se colocó un guante de látex en la mano derecha.
-¿Silvia?, Rose pudo identificarla entre el agua que le caía de la cabeza por la cara.
-Te pido disculpas por lo brusca que fui al despertarte, pero tengo una cinta dentro de unos minutos y no quiero hacerla esperar. Silvia se sentó en las piernas de Rose, pasando las de la chica por en medio de las suyas, luego recargó su pecho contra el de la inmovilizada joven.
-Tengo que confesarte que este lugar era para tu amiga Jane, la sangre de mis venas se congeló en su sitio y mis miembros quedaron completamente tiesos, pero tiene los ojos castaños y yo odio los dulces de café, son demasiado comunes, pero los tuyos Rose, los tuyos son tan azules que seguro que tendrán un mejor sabor, Silvia se aferró a la cara de la aterrorizada chica y puso su mano enguantada sobre el ojo derecho de Rose.
-Si no te gusta ver sangre, será mejor que cierres los ojos, la siguiente escena transcurrió entre los gritos de Rose; Silvia le arranco, de raíz y con las manos desnudas, el ojo derecho a Rose. La camiseta de Silvia parecía el lienzo de un pintor expresionista, salpicada de manchas, gotas y largos brochazos de sangre. El dolor dejó a Rose inconsciente de nuevo y Silvia se bajó de encima de la chica con una marcada expresión de decepción en el rostro. Tuve que cubrirme la boca para no gritar y en ratos deseé tener otro par de manos para cubrir mis oídos y evitar los gritos.
-Es una pena que hayas visto eso, Jane amor mío, Silvia giró la vista hacia mi poco discreto escondite, y, en determinado momento, ella pudo verme a los ojos, pero no te preocupes, tú estás a salvo por ahora, al chica rubio alzó su ensangrentado puño derecho, escondiendo el ojo de Rose a mi vista y luego me regaló una diabólica sonrisa de blancos dientes.
-¿Te gustaría compartir conmigo estos dulces?...
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Curso completo para los adictos a los caramelos
General Fiction"Si no te agrada ver sangre, será mejor que cierres los ojos..."