Sofía

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La idea de recibir a Sofía me resultaba tan fascinante como aterradora

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La idea de recibir a Sofía me resultaba tan fascinante como aterradora. Nunca había tenido una amiga extranjera y ella nunca había visitado un país ajeno, así que después de casi dos años de intercambiar correspondencia, ambos teníamos el presentimiento, o la esperanza, de que aquella visita nos cambiaría la vida.

De camino al aeropuerto no sabía qué esperar, en sus cartas ella se había descrito varias veces, pero nunca me envió una foto, cosa que yo sí hice, por eso, cuando me dijo que vendría y me pidió que fuera a recogerla no me preocupé demasiado, ella debía poder reconocerme; sin embargo, algo no dejaba de inquietarme: la lejana posibilidad de que me viera y decidiera que no era lo que esperaba y prefiriera seguir de largo dejándome plantado y con el corazón roto.

Su vuelo había llegado en tiempo y forma hacía ya casi media hora, pero ella no atinaba a aparecer y mientras tanto, mi ansiedad crecía con cada minuto que pasaba, exacerbada, además, por el ir y venir de un mar de gente en las interminables salas y corredores del aeropuerto: gente que se saludaba, otras que se despedían; lágrimas de tristeza, lágrimas de alegría; abrazos, regaños, consejos, recomendaciones; dulces bienvenidas y amargas despedidas se sucedían interminables a mi alrededor.

Sin embargo, observando más allá de lo obvio, pude darme cuenta de que el sentimiento más común era la indiferencia. La mayor parte de los viajeros llegaban y partían solos, sin hacer ningún ademán, ningún gesto; personas/máquinas que corrían o caminaban con la mirada clavada en sus equipos electrónicos buscando Dios-sabrá-qué-cosa mientras la vida sucedía a su alrededor.

Pero al fin, de entre todas aquellas personas con sus caras iluminadas por el resplandor blanco-azuloso de teléfonos y tablets, de pronto surgió, hace como 30 segundos, una figura predominante, una presencia que llenó de vida aquella sala de aeropuerto saturada hasta las lámparas por gente-robot que parecía querer vivir únicamente a través de las pantallas de cristal líquido que habían devorado sus mentes a través de sus ojos.

La esbelta silueta femenina se abre paso justo en mi dirección, sorteando a duras penas aquella marejada de autómatas orgánicos, con lo que parece ser un trozo de papel en una mano y con una pesada maleta de cuero café, ya muy lisa y mucho más que gastada, en la otra.

Los pequeños pies blancos, calzados por un par de sandalias doradas adornadas con pequeños y refulgentes cristales, cimientan las columnas de unas pantorrillas que, a pesar o precisamente por estar cubiertas por un ligero mallón de un color amarillo pálido, se adivinan perfectas, con una curva incitante que las une con unos muslos que se notan firmes y fuertes, producto del ejercicio constante, pero conservando una delicada femineidad que resalta a cada paso.

Conforme ascienden, aquellos muslos largos y esbeltos se tornan en camino de entrada a una cadera redonda e invitante, que se mantiene sólida y respingada a pesar del andar, apresurado pero seguro, que la lleva a través del mar de gente que aún nos separa y la cual luego se cierra hacia una cintura tan frágil que parece quebrarse a cada paso, pero tan elástica que se recompone de inmediato, confiriéndole a su poseedora la gracia de la más dúctil de las bailarinas.

10 veces ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora