La luz brillaba tenuemente en la habitación y el aroma a almizcle impregnaba el aire. Estabas en la cama, dormida como si nada en el mundo pudiera perturbarte. Tus ojitos almendrados aún ocultaban la luz de tu alma. Tus cabellos dorados, trigueños, largos como un torrente de oro, estaban desparramados sobre la almohada, y añoré acariciarlos, olerlos, eyacular sumido en ellos. Yo estaba exhausto tras una noche de tedioso trabajo. Pero todo esfuerzo merecía la pena cuando eras tú quien me esperaba después.
Entré en la alcoba descalzo, intentando no despertarte ese amanecer de lluvia y frío. Ese día de invierno aún dormías extraviada en la cama. Y me acerqué despacio, como acechándote, deleitándome a cada paso que daba con el olor de tu presencia, con la miel de tus caderas insinuándose bajo las sábanas marfileñas. Y me desnudé lentamente, saboreando ya lo que estaba por venir. Me quité la camisa y dejé mi torso desnudo. Me quité los pantalones y sentí la tibieza del cuarto lamiéndome la piel de las piernas. Me quité los calzoncillos y mi miembro erecto se vio liberado. Aparté las sábanas con dulzura, me metí en la cama, junto a ti, a tus espaldas. Ante mis ojos apareció la curvatura suave de tu pelvis, la estrechez de tu cintura tierna, la redondez casi praxiteliana de tus nalgas rosadas. Y mi miembro se endureció. El líquido preseminal amenazó con despertarte cuando mi glande rozó tus muslos. Pero ¿en verdad estabas dormida? Ya sé que no.
Y llevé mi mano a tu espalda. Recorrí con las yemas de mis dedos tu piel como hecha de pétalos de rosa asalmonada. Sentí cómo brotó un escalofrío en ella, y cómo te encogiste de placer. No te entretuviste en fingir por más tiempo. Moviste un brazo y lo llevaste atrás. Me acariciaste el vientre, bajaste la mano y me tocaste. Se cerraron tus dedos alrededor de mi pene erecto y se movieron de arriba abajo. Me masturbabas. Y lo hacías con una delicada perfección. Mi corazón empezó a latir aceleradamente. Pero yo tampoco me quedé quieto. Una de mis manos se fue a tu pubis. Y te busqué la vulva, jugosa vulva impregnada en miel. Y encontré después tu clítoris. Y lo froté, primero dulcemente, luego con fuerza. Oí tus gemidos profundos, sinceros, unos gemidos que se transformarían en gritos a no mucho tardar. Y mis propios suspiros excitados se convirtieron en jadeos de placer. Masturbarte para mí era tan grande como sentir tu mano buscando mi corrida. Acerqué mis labios a tu cuello y lo besé con ansiedad, con gula, con avaricia. Lamí tu hombro y llevé los labios a tu oído. Te susurré una cochinada, una obscenidad, y cuando te llevé al orgasmo, yo estallé de placer. Mi semen brotó abundante y te empapó la mano, las nalgas, la cara interior de los muslos. Sacaste la mano de las sábanas y lamiste tus dedos. Los lamiste. Me degustaste.
No había nada como llegar del trabajo, durante todas aquellas noches de frío invernal, y sentir que me esperabas. Y nos acariciábamos, y nos besábamos, y tras masturbarnos, nos dormíamos.
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(c) Irene Sanz