Prólogo

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Volví a caerme en las abundantes malezas del bosque siendo incapaz de sostenerme de pie por mucho tiempo más. A esa altura mis piernas parecían palillos frágiles, casi como si una correntada de viento pudiera quebrarlas al instante. Comencé a oír los latidos del corazón acelerarse cada vez más hace tres kilómetros atrás, profundizándose en las otras cuatro caídas anteriores. Esta vez parecía que el corazón se me saldría de lugar. Y lo que es peor: no tengo tiempo para pensar, ni sentir, ni lamentar.

Oí nuevamente las fuertes pisadas desde lejos, avecinándose como si no hubiera un mañana. Mi piel se erizó y mis sentidos volvieron a agudizarse.

Sentí un fuerte pinchazo en el abdomen que provocó un leve gemido de dolor cuando intenté ponerme de pie ágilmente hasta conseguir estarlo. Casi no podía sentir los brazos y en parte lo agradecía porque habían sido víctimas de varios arañazos provenientes de las ramas de los árboles mientras corría sin rumbo a quién sabe dónde. En parte podría ser causado por la adrenalina, aunque cabe la otra posibilidad de estar desangrándome y poco a poco dejar de sentir las articulaciones.

Pegué el envión y troté lo más rápido que mis piernas autorizaban. Solté algunos quejidos mientras me chocaba contra varias raíces en la superficie pero dejé aquello como un asunto menor. Era evidente que mi velocidad era mucho menor en esas instancias y se notaba aún más cuando las pisadas de las botas de leñador se tornaban cada vez más presentes. Los pulmones pedían a gritos que les dé un descanso y mis ojos apenas lagrimeaban a causa del choque glacial que le brindaba la fuerte correntina de invierno. Estaba demasiado cansado. Maldita sea, demasiado cansado.

—¿Cansado, McCann?

—¡Tenemos toda la noche!

Las risas toscas y roncas se arremolinaron en torno a mis oídos provocándome una sensación de inestable molestia y furia. ¿En qué momento cambiamos los papeles? ¿Cuándo fue que todo se echó a perder? ¿Cuándo se acabaría todo esto? Mis respiraciones iban al mismo ritmo que una bomba de aire, entorpeciendo mis pasos y tambaleándome para todos lados. No sabía a dónde ir, ni cómo salir de allí, ni si conseguiría que estos dementes no me alcancen. No sabía ni siquiera si habría otra vez.

—Deja de jugar, McCann. Los juegos acabaron hace mucho tiempo —rugió Darwin engrosando bastante la voz. Sabía que era él. Ese hijo de puta se las vería conmigo en otra vida si por desgracia yo no salía vivo de esta.

Si quería mantenerme en juego por un tiempo más, debía concentrarme firmemente. Los tipos detrás de mí seguían atacándome con palabras que poco a poco logré convertir en balbuceos a lo lejos mientras mi mente se enfocaba en todo lo que sea menos en la situación actual: Hyde, las gradas del Madison Square Garden, las sopas misteriosas de Nenek, las chaquetas de cuero en Navidad... luego, una imagen surgió en mi mente como una estrella fugaz seguido de muchas otras a continuación: una sonrisa inocente e intimidada, de aquellas que anhelas y buscas sacar a la luz cuando menos te lo esperas; unos brillantes y curiosos ojos que hasta ese momento no podía descifrar si eran verdes o cafés en su totalidad; una cabellera lacia, corta hasta sus hombros y oscura como el roble que me rodeaba en ese momento. La vi acurrucada en mi cama boca abajo dejando a la vista su espalda descubierta y adornada con los rayos de sol que entraban por la persiana rota de mi ventana, tan adorable y ardiente a su vez; la vi completamente colérica, echando humo por los poros y gritándome una y otra vez que lo que hacía estaba mal; la vi observándome con cautela tratando de ocultar lo feliz que hacía que yo estuviese junto a ella; y la vi derramando lágrimas y tomándome fuertemente de las manos tal como si se asegurara de que no me fuera a desvanecer frente a ella, pidiéndome que nunca la deje ir. Ella, toda ella, provocaba en mí un sinfín de sentimientos que me costó trabajo desenmarañar hasta ese momento, y no cabe duda de que aún me faltaba mucho por hacer. Sin embargo, veía ese futuro tan lejano como mis posibilidades de volver a ver la luz del día una vez más —maldita sea, parecía uno de esos poetas increíblemente dramáticos y agobiantes que tanto odiaba y seguiré odiando en las próximas vidas— y le debemos las gracias al idiota de Darwin Hamilton.

No pressureDonde viven las historias. Descúbrelo ahora