Capítulo IX: Beatos y demonios (II)

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Arskel no se sorprendió al descubrir aquella misma noche que alguien había estado rebuscando en su arcón. Lo habían dejado todo casi como lo encontraron. Casi.

Habían abierto el doble fondo, de eso estaba seguro. Menos mal que saqué la máscara y el libro. Se le encogían las entrañas solo de imaginar lo que podría haber llegado a ocurrir si Morrigan no le hubiese avisado.

Al día siguiente le presentaron a los caballeros de Birena. No le costó hacerse el tonto, como si no supiese por qué estaban allí ni que ya habían empezado a investigarle. Solo eran dos, bastante jóvenes, ninguno llegaría a los treinta. Le sonreían y le trataban con amabilidad, y Arskel correspondía haciendo gala de sus dotes de diplomático, aunque en el fondo desease despeñarles por el camino pedregoso por el que habían venido.

Se pasó los primeros días intranquilo, atosigado por una vocecita en su cabeza que se encargaba de recordarle a todas horas el peligro que corría. Morrigan también estaba más arisca que de costumbre, y dedicaba horas enteras a vigilar a los monjes desde lejos.

Los birenos citaban a Arskel antes de la cena en la pequeña capilla de la aldea del valle. El príncipe había demandado que la investigación se llevase a cabo en secreto y fuera de la Academia para no poner en entredicho su honra.

La primera tarde que bajó al templo lo hizo acompañado por Ragnarök. Dejó al dragón en el patio de la capilla entre las miradas fisgonas de los pueblerinos que volvían del campo. Las ovejas de un joven pastorcillo salieron corriendo en todas direcciones al ver a la bestia.

La razón le aseguraba que los caballeros no tratarían de tenderle una emboscada, pero aun así miró tras las puertas, tras las columnas y los cortinajes. Extraño que no hayan llegado aún. Dio un par de vueltas por el recinto para asegurarse de que en verdad estaba solo y se dejó caer en uno de los alargados bancos dispuestos en abanico en torno al altar. La luz ambarina del atardecer hacía brillar la fina capa de polvo y mugre que empañaba las ventanas.

Olía a óleos y barnices, había brochas, pinceles y diversas herramientas desperdigadas por todo el lugar. Tras el ara de piedra sencilla, la estatua de la Diosa estaba recién pintada, mientras que la del Dios no habían acabado de lijarla. La restauración no había alcanzado aún al santo patrón del pueblo, encajado en un oscuro absidiolo: uno de los brazos del pobre hombre acababa en un muñón astillado, y la pintura descascarillada aquí y allá le hacía parecer un leproso.

Arskel no era un amante del arte, mucho menos del religioso, pero tenía una sólida formación cultural y le resultaba curioso comparar los diferentes estilos de Futhark. En las Islas ni siquiera el arte se salvaba del utilitarismo.

Todavía estaba meditando sobre el periodo del que debía de datar la capilla cuando oyó pasos a su espalda. Volvió la cabeza para ver a los dos caballeros avanzando por el corredor central entre las tres columnas de bancos. Llegaron hasta el pie de la tarima de roca en la que se alzaba el altar y doblaron la rodilla. Cuando se le acercaron, Arskel reculó por puro instinto y se puso en pie.

—Se ha quedado buen día, ¿eh? —Nactan, el monje mayor, se quitó la capa y le tendió la mano. Arskel le observó de arriba abajo antes de estrechársela. No llevaba armas, al menos no a la vista.

El otro caballero, un tal Erma, también farfulló algo, pero tenía un acento tan cerrado, típico de las gentes de la montaña de Futhark, que cuando cogía carrerilla el príncipe nunca lograba entender más que un par de palabras sueltas de cada frase.

Así que se limitó a asentir y aguardar a que llegasen las preguntas.

Nactan se sentó echando un brazo sobre el respaldo del banco. Arskel lo imitó, aunque él se cruzó de brazos.

El ladrón de dragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora