Consuelo

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Caminar a la casa de Florencia es de los momentos que más atesoro en la vida. No solo porque caminar se ha transformado en una de las cosas que más me gusta hacer, si no porque sé que no saldré de allí sin que esos sabores y aromas que envuelven la casa tomen forma real y sean degustados por mi paladar.
Camino feliz las doce que cuadras que separan nuestros hogares con tal de probar alguna exquesitez preparada por el tío Pablo o la tía Viola. A Florencia le carga caminar y sé que esa distancia podría transformarse en un infierno.
La semana pasada la Miss Alba nos dio la oportunidad de subir nuestros promedios de Historia con un trabajo libre sobre cualquiera de las unidades que nos pasaron. Y como ya estamos en primero medio y las notas comienzan a valer su peso en oro, había que aceptar la oferta. De inmediato mire a Florencia, con quien además comparto banco; ambas entendimos que el trabajo lo haríamos juntas, y en su casa, obvio.
Era la oportunidad de sentir esos olores y envolverme en esos sabores tan especiales que en mi casa jamás se disfrutaban.
Si había algo que definía a Florencia, era, primero, su inteligencia a prueba de genios. Y, segundo, su corazón. El más bondadoso y frágil que conocí. ¿Qué más podía esperar de una amiga?
Cuando Florencia me abrió la puerta, el olorcito a cierta variedad de aliños despertó no solo mi apetito, sino todos mis sentidos. Preparaban pasta casera y la tía Viola condimentaba una gran olla de salsa de tomates al estragón que sería envasada. Al pasar por la cocina pude ver una gran cantidad de bandejas cubiertas con tallarines kilométricos, estirados unos junto a los otros, sobre mesones. Cubrían todas las superficies disponibles e imaginables. Parecían lanas de diferentes colores.
Antes de subir,  y mientras miraba boquita abierta todo el despliegue culinario que tenían en esa casa, Florencia abrió uno de los cuatro frigeradores, destapó un frasco de vidrio y saco una trenza de mozzarella fresca que dividió en dos partes en sus manos. Subimos al segundo piso paladeando ese queso maravilloso, que comí por primera vez en esa casa.
Para el trabajo con Florencia optamos por la Unidad 1, sobre "Entorno Natural y Comunidad Regional", y específicamente sobre el papel de la sociedad en la creación del paisaje y el efecto ambiental de la acción humana. ¡Música para nuestros oídos! Y es que con Florencia siempre estamos buscando información en internet sobre el calentamiento global, contaminación y calidad del aire. En eso me parezco mucho a mi papá. Constantemente les estoy dando vueltas a las cosas,estudiando posibles soluciones, tratando de entender las causas. No en toda ocasión obtengo respuestas ni resuelvo los problemas, pero al menos estrujo las posibilidades. Eso me deja tranquila.
La tarde paso volando y cuando me preparaba para salir, tía Viola nos llamo a comer con la promesa de llevarme a casa después y no caminara sola de noche. No podía creer tanta felicidad. Comería con los Bassi esa noche. Cuando bajamos a sentarnos a la mesa, iba muy excitada y preparada para lo que venía. Mis papilas gustativas iban en franco precalentamiento y mis glándulas se salivaban por adelantado. Demasiado bueno para ser real. Al entrar al comedor, los tíos y Marta, la sobrina de la nana, estaban sirviéndose distintos tipos de pasta desde esas fuentes de loza y derramando sobre los platos una buena cantidad y variedad de salsas diferentes. Tomate al estragón, boloñesa con carne picada y no molida; otra de tomates también, pero con mariscos; una de salsa blanca con trozos de jamón y arvejas, y, la última, de pesto. Por supuesto un banquete que para ellos era pan de cada día. Padaleé cada salsa, cada pasta, como si fuera mi ultima cena. Como si fuera la última vez que iba a probar y disfrutar de esos sabores de pastas a la espinaca, al huevo o al pimentón.

Y todo, por supuesto, con la exageración que me caracteriza. Lentamente, uno por uno, mastique, saboree y me deleite con la cena, hasta que mi cuerpo dio señal de alarma y comprendí que no me cabía un tallarín más. Todos conversaban, como si comer no fuera urgente. Con esa certeza de saber que lo están degustando va a estar mañana. En cambio, yo no. Lo mío era de vida o muerte. No habría otra oportunidad.
Los minutos pasaron volando, y si en algún momento se me paso por la mente que lo mío era pura gula, deje de pensarlo al ver como comían los demás. Que manera de vaciar fuentes. Parecía un concurso de televisión, de esos en los que tienes que comer la mayor cantidad de hoy dogs  posibles. Más encima, con conversación incluida.
Al verlos comer, conversar entre ellos y servir sus platos tan generosamente, lamente desde lo más profundo de mi alma no haberme echado todo lo que quería en el plato en un comienzo. Es que parecía inadecuado, especialmente porque fui la primera en hacerlo. Por suerte alcancé a repetirme todo antes de que se acabara. Porque todo se acabó, no quedo un tallarín suelto. Nada.
Antes de subirnos al auto, tía Viola me paso un paquete de papel craft con mucho cuidado. "Es un engañito para su mamá", me dijo. "Es aceite de oliva con trufa blanca, una verdadera exquisitez", agrego luego, haciendo una mueca con los labios muy divertida. Con el tiempo de ser amigas, comprobé que la tía Viola, para reforzar el significado de las palabras, unaba palabras como "delicioso", "exquisito", "maravilloso", "espectacular", entre otras cosas.
Camino a casa, sentada en el asiento trasero del auto de su mamá, me vine concentrada en todo lo que veía por la ventana: las luces de las casa encendidas, varios hombres abriendo portones y entrando sus autos, señoras botando basura, perros ladrando detrás de las rejas. De pronto, mi mente volvió a la mesa del comedor de los Bassi, al ruido de cubiertos sobre los platos, a la conversación de los adultos, a las fuentes con pastas multicolores y a las risotadas, y no sé qué fue, pero algo me hizo recordar aquella tarde, cuando celebramos el cumpleaños de mi hermana Esperanza. El quinto, creo. Ella usaba un vestido de Banca Nieves hermoso, que hacia resaltar su pelo negro y sus ojos impactantemente verdes. Sus zapatos de charol negros brillaban como bolas de pool, y sobre sus labios rosados mi mamá puso una gran cantidad de brillo labial rojo, tan rojo que el cintillo de raso que llevaba puesto. Y de pronto me vi a mí misma en el baño, con mi disfraz de conejo peludo color gris, sentada en el excusado, llorando y sin querer salir, esperando secretamente que mi mamá viniera a rogarme que me reintegrara a la fiesta o simplemente proponerme cambiar mi horrendo disfraz, lavarme la cara y bajar. Me vi sentada después en el suelo, con la espalda apoyada en la muralla, cansada de llorar, con esa sensación de soledad que muchas veces he sentido cuando estoy en medio de la gente.
Aquella tarde nadie vino a buscarme. Cuando desperté, el baño estaba oscuro. A través de la ventana redonda pude escuchar que afuera los niños se despedían junto a sus padres y daban las gracias por el estupendo cumpleaños a mis papás. A los poco minutos, Esperanza subió a la pieza con una bolsa llena de regalos. Yo ya estaba en la cama, con mi pijama. A pesar de que ya no me quedaba una gota de sueño, me hice la dormida con tantas ganas qué no recuerdo como o cuándo al fin me dormí. Hacía muchos años que no recordaba ese día.
Fue la voz de Florecía la que me hizo volver al mundo real. Ya estábamos en la puerta de mi casa. Después de dar las gracias y despedirme, me sentí muy afortunada de la amistad que teníamos. De saber que cuento con ella de verdad. Y que a pesar de no ser populares, de no tener más amigos y de no poseer una de esas invitaciones que repartió Juanita Aguirre para ir a la piscina temperada este sábado a celebrar su cumpleaños, nos teníamos la una a la otra. Con eso me bastaba.

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⏰ Última actualización: Apr 30, 2017 ⏰

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