EN BUENA LID

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EN BUENA LID

Las olas son pequeñitas, se encorren las unas a las otras en una secuencia juguetona y espumosa. Como dicen todas las canciones nada originales, vienen y van, vienen y van. El sol brilla, orondo y potente, sobre él. Sobre ellos. Salva mastica arena. Y él, bosteza.

Mirando al pequeño, a Klaus se le ocurre que ya lleva demasiado tiempo a remojo en la balsita hinchable, llena de agua de mar. Que debería sacarle y secarle o se le arrugará todo, como una vieja sirena.

Hace crujir sus articulaciones, jóvenes pero cansadas de tanto trasnoche, y se levanta.

—¡Arriba, enano! —el pequeño Salva hace una mueca de disgusto al verse arrancado de cuajo, desde su particular reino de agua sucia, hacia una toalla rasposa—, vamos a dar el paseo.

Pero es papá quien le está achuchando contra su cuerpo caliente, envueltos los dos en el toallón de Espinete, y la mueca se le disuelve en el acto. Contra el pecho de papá, no hay mal que dos minutos dure.

Ya seco Salva, Klaus amontona su disperso campamento en una pila con la intención de taparlo con la toalla, ahora húmeda, con la que ha secado al pequeño. La silla, el periódico, la balsa de agua recalentada y mezclada con pis y arena, el cubo, la pala, la mochila de los pañales de “porsiacaso” y el pantalón de recambio, el botellín del agua, la bolsa de doritos, la de chuches, el gorrito de ganchillo que le tejió Brunilla, su vecina… El joven sonríe al desorden y, con un revoleo airoso, extiende la toalla y lo esconde todo debajo. Es obvio, se dice, que si un chorizo quiere llevarse algo lo hará igualmente, pero al menos que se moleste en investigar. Y, piensa irónico, que se lleve el chasco de contemplar el ilustre botín que esconde Espinete.

Se sienta en la arena y coloca a Salva el bañador seco y el gorrito de Brunilla. Le unta, como si fuera a freírlo, de protección 50.  Echa una mirada al reloj para calcular la hora de vuelta; antes de salir ha dejado el puré cocido pero falta pasarlo por la turmix y, de camino a casa, recoger el pan y la leche.

Suavemente, acerca la mano hacia los cabellos oscuros del pequeño y los aparta de su frente.

—Ya te toca pelu —le dice bajito, ensimismado, perdido en la mirada azabache de los enormes ojos del pequeño—. Esta tarde nos pasamos por donde Sandra —acerca despacio al niño hacia él, lo rodea con sus piernas y le abraza. Su cabello rubio, casi blanco, contrasta con la rizada melenita morena de Salva y, por un momento, se mezclan los dos colores, los dos cabellos, las dos respiraciones.

 Padre e hijo.

No le conviene dejarse llevar por el sentimentalismo, cada vez que lo hace acaba con un bajón del quince, llamando a Antonio para llorarle en el hombro, o  haciendo algo de lo que luego suele arrepentirse. Así que, dando un último estrujón a su pequeño, inspira hondo.

—Vamos, grumete.

Coge a Salva de la mano y se levanta de un salto. El niño imita a su padre, feliz. Da un brinquito sobre la arena y se agarra fuerte a la mano de papá. El paseo por la orilla es el colofón que pone fin a las mañanas de los días de fiesta y  da paso a otro de los grandes momentos de su pequeña existencia, la comida y la siesta en el sofá, con papá. Todo con papá.

Klaus apenas tiene treinta años. Vino hace doce desde la “Insulsa Danmark”, como él mismo llama a su país, de viaje de estudios. Y se quedó.

Se enamoró de esa costa árida y ventosa; de la sensación de libertad que daba no vivir embutido en capas de ropa; del idioma rasposo y complicado, que sabe nunca llegará a dominar; de la luz; del mar.

Klaus se quedó, con la facilidad con que los jóvenes hacen a veces las cosas. Sin excesivos sudores, hizo una llamada a cobro revertido a su familia en Copenhague y les dijo que se quedaba en España. Que ya les avisaría en cuanto ahorrara algo de dinero y tuviera un lugar decente para recibirles. Para que, si querían, vinieran a visitarle.

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⏰ Última actualización: Feb 15, 2012 ⏰

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