La oscuridad varias veces me pareció irreversible. Como un agujero negro, infinito, del cual no sabes cuando vas a salir. Un túnel, largo y angosto, que te asfixia y te ahoga en un mar de sensaciones que no recomendaría a nadie; en una ola de lágrimas, que te revuelca y te deja hecha una bolita en la orilla. Parece que no hay salida, que el dolor va a ser interminable. Es tan real, tan oscuro, tan frío y tan fuerte, que parece eterno. Por eso es que cuando aparece un brillito de luz, una sonrisa compartida, un abrazo sentido, un alma llena de paz, se te desequilibra todo, te pones inestable, dudosa, indecisa. Tenes miedo, mucho miedo, de estar bien. Como si no fuera una posibilidad, como si al estar tan invadida por la oscuridad no confiaras en la luz.
Llegué a pensar que era imposible que algo así pasase, que cambiase todo de un segundo a otro, creía imposible estar estable y bien. Bien de verdad. Veía lejana la posibilidad de pasarme un día entero sonriendo, o de que mi cabeza se comporte como la de un nene chiquito. Y extrañaba estar así.
Hay personas que, intencionalmente o no, logran hundirte en un pozo profundo y oscuro. Te agarran de la mano fuerte y te hacen sentir mal si decidís irte. Cómo si tuvieras la culpa de toda su inestabilidad emocional.
Pero, hay otras, que con una risa te hacen volar, que te miran y te generan mil sensaciones lindas, que son capaces de crear momentos únicos y dignos de recordar todo el tiempo. Las que con su lindura logran conquistar todo el ambiente y te nutren de energía con un beso. Y así quiero que sea siempre (o la mayor cantidad de tiempo posible), porque lo que causas en mi, me hace sentir como hace mucho tiempo quiero sentirme.