Capítulo 1

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Ordeñar una vaca.

Fruncí el ceño y volví a leer las palabras que yo misma había escrito en el papel. Si hubiera hecho esa lista con un poco de coherencia, sin duda no habría puesto esa tontería. ¿Cómo iba a ordeñar una vaca en Madrid?

Negué con la cabeza y moví los ojos hasta lo siguiente que quería hacer antes de cumplir dieciocho años.

Dar un paseo por toda la ciudad en moto y en mitad de la noche.

Sonreí. Eso me parecía mejor.

Volví a doblar la lista y la metí al fondo del cajón de mi escritorio. Sabía que nadie iba a abrirlo, pero no me gustaba que mis cosas estuvieran a la vista. Muy poca gente era consciente de la existencia de esa lista; la había escrito hacía apenas dos meses, cuando decidí que tenía que aprovechar el tiempo que me quedaba siendo menor de edad.

Al fin y al cabo, los adultos podían ir a la cárcel y yo todavía no.

Me levanté de la silla y salí de mi pequeña habitación.

Mis padres, para variar, no estaban en casa. Nunca estaban. Se pasaban la vida viajando por el país y dando charlas sobre la nueva editorial que ellos mismos habían creado, dejándome a mí completamente sola en una casa demasiado grande para una única persona. Me preparaba yo la comida, me compraba ropa cuando la necesitaba y cambiaba las bombillas que se fundían; incluso me ocupaba de llamar al fontanero cuando se atascaban las tuberías.

Era como vivir por mi propia cuenta.

Caminé hasta la cocina y fui directa a la nevera. Eran las diez de la noche y yo todavía no había cenado, así que me estaba muriendo de hambre.

Por desgracia, los únicos alimentos que se encontraban en el interior del electrodoméstico eran un par de manzanas rojas y un cartón de leche.

Cogí el primer papel que encontré y garabateé "hacer la compra" en él antes de pegarlo con un imán en la superficie de la nevera.

Agarré una de las manzanas y le di un mordisco mientras subía uno a uno los escalones que me llevarían de nuevo al piso de arriba.

Mi casa no era especialmente grande, pero cuando estaba yo sola lo parecía. En el piso de abajo, el más amplio de los dos, estaban el salón, la cocina y un cuarto de baño; en el de arriba había una habitación extra para invitados, otro baño (más pequeño que el de abajo), el cuarto de mis padres y, por último, el mío.

Entré en mi habitación con un suspiro. Miré la cama sin hacer, y sonreí. Al menos se podía sacar algo bueno de la ausencia continua de mis padres: no tenía que hacer la cama.

Le metí otro mordisco a la manzana mientras me volvía a sentar en la silla de mi escritorio... Y le eché una mirada a la enorme ventana que se encontraba sobre mi mesa de trabajo.

Se me paró la mandíbula de golpe. Dejé de masticar el trozo de manzana y los ojos se me abrieron como platos a causa del susto, la sorpresa y el miedo.

A dos escasos metros de mi ventana se encontraba otra simultánea, aunque pertenecía al edificio de en frente. Entre ambas no había absolutamente nada, tan solo un vacío inmenso que acababa en una de las carreteras principales del centro de Madrid. Caerse por ahí era una muerte asegurada. Pero eso no parecía importarle al chico que estaba en ese mismo momento sentado en el alféizar de la ventana del que parecía ser su cuarto, con un cigarrillo en la mano derecha y con las piernas colgando.

¿De dónde demonios había salido ese tío?

Seguí con la mirada fija en los ojos del chico, y los suyos me miraron de arriba a abajo mientras se llevaba el cigarrillo a los labios. Era muy atractivo, pero no el típico chico perfecto por el que todas las adolescentes suspiran y que seguro que estaría guapo hasta llorando; era una atracción distinta, natural. El chico tenía el pelo despeinado y unos ojos tan azules que me entraron ganas de quedarme mirándolos de cerca durante horas. Llevaba una camisa blanca con las mangas remangadas hasta el codo y unos vaqueros holgados que me gustaron en cuanto los vi... Me imaginé que tendría veintiún o veintidós años.

El Miedo también se Asusta ©Where stories live. Discover now