El concepto de la vida es usualmente concebido como un tren en continuo viaje y que deja atrás en su trayecto a incontables estaciones. Pues bien, esta historia no trata de ese tren, si no de las vías donde camina. Y sería egoísmo hablar de un protagonista en particular, pues cada personaje es tan general y a la vez tan específico como todas las personas de la tierra.
Antonio Marin es un estudiante de cuarto año de bachillerato. Inventor, insensato, e inocente como todos sus contemporáneos no sólo de esta época, si no que es tan igual como han sido los adolescentes por los siglos de los siglos, o al menos según lo que ha escuchado él en los tediosos relatos de los domingos en casa de su abuela materna Magdalena Gómez, quien religiosamente se sentaba a meditar en su mecedora de madera, siendo testigo de cada carro y cada peatón que concurría por la calle 2 de San Vicente de Las Palmas. A veces se dejaba llevar por sus cavilaciones hacia muy atrás en el tiempo, hacia sus tiempos de joven, y cada vez que por mala leche Antonio se acercaba al porche en la misión de botar la basura, ésta lo capturaba y comenzaba una charla amena que con el tiempo se iba transformando en un remolino de pensamientos en voz alta. Una tarde, mientras tomaban café y hablaban del amor de antaño, Magdalena se confesó culpable de haber dejado salir suspiros por aquellos muchachos veinteañeros estudiantes de Derecho de la Universidad Autónoma de su provincia, que si bien habían recorrido escasas millas de la vida portaban pintas de anciano: pues aseguraban con todo orgullo que les hacía emanar respeto. Y razón no les faltaba, pues la sinergía creada por su vestir y su cortesía les añadían décadas a su personalidad, y con esto, toneladas de sabiduría a sus oraciones. No obstante, pecaban de juveniles insensatos en determinadas ocasiones, sobretodo al finiquitar las últimas evaluaciones de los semestres, cuando se iban a hurtadillas a las plazas más aledañas a la universidad, donde dejaban morir sus tardes y fumando y bebiendo, y muchos creaban comisiones para conquistar a ciertos grupos de muchachas que se dejaban llevar por su caballerosidad y su gallardía para ser guiadas al Sexto Día, un bar también cercano a la jurisdicción de la universidad, donde abundaba el humo, los tragos, y las ninfas semidesnudas que caminaban por el lugar como si fuera su casa -idea, de hecho, no muy distante de la realidad-. Allí se conocía quien realmente era quién, sobretodo cuando llegaba la hora de la prueba de amor, que consistía en llevar a las muchachas al piso de arriba, entrar en una de las habitaciones alquiladas predestinadas a ello, y sólo dios sabe lo que ocurría tras cerrar la puerta.
En más de una ocasión uno de estos caballeros empaltosados tuvo la gallardía de acercarse a Magdalena. Desde su niñez fue una mujer de carácter indoblegable respecto a todo cuanto tuviera algo que ver con los hombres, pues había sido criada en una escuela cristiana, y sus madres y tías y abuelas le inculcaron de joven la orden estricta de entregar su encanto femenino sólo al hombre que creyera digno y que tuviera la gallardía de poner un anillo en su dedo, y sólo después de haberse consagrado como pareja; no antes. Y si bien muchas de sus amigas de la escuela suspiraban de amor por las cartas coloridas y sentimentales de sus admiradores -además de los muchachos bien portados de la escuela, quienes ignoraban su existencia, pero que no perdían ocasión en la que estuvieran cerca para mirarlos-, ella no se dejaba doblegar por ninguno, ni siquiera por aquél que, junto a tres amigos más, uno con bongo, uno con guitarra y otro con violín, la citó al patio trasero de la escuela, la sentó en la banca más cómoda, le regaló la rosa más hermosa que encontró en la pradera, y entonó para ella una canción romántica que había compuesto tras tres días y tres noches de haber pensado sólo en ella.
-No sea usted ridículo -le dijo tras el espectáculo-. Y limpiese la boca, que no he podido prestarle atención por el pedazo de caraota que tiene en el diente.
Se retiró sin una pizca de clemencia o resentimiento, ignorando las carcajadas que los compañeros del muchacho no pudieron contener, e ignorando también la decepción del mismo, que tras un tiempo de cultivada la semilla daría el fruto de un odio incontenible que más tarde sería aliviado por una muchacha distinta a ella, con otro encanto distinto al de ella. Esto no ocurrió sino después de varios intentos de cortejo; uno más desganado que el otro, hasta que un día desistió. Conoció a Rosa Garmendia, con quien mantuvo una relación bonita. Resulta que el papá del muchacho consiguió empleo en York, y obtuvo la bendición de su suegra para llevarse a su prometida a estudiar fuera del país. Al enterarse Magdalena de esto en una conversación casual con una de sus amigas, no le bastó la discreción para guardarse para sí una expresión de sorpresa.
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Cada cabeza es un mundo
Non-Fiction"Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, si no que la vida los obliga una y otra vez a parirse a sí mismos." Gabriel García Márquez. El concepto de la vida es usualmente concebido como un tren en continuo v...