Campo Cerrado

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PRIMERA PARTE

1. Viver de las Aguas

De pronto se apagan las luces: las diez, la luna luce su presencia en las paredes jaharradas: el

jalbegue se parte, mitad blanco, mitad gris. El silencio corre por las calles del poblado como un

calofrío, de la cabeza a los pies, desde la plaza al Quintanar Alto, ya pegado al alcor. Primeros de

septiembre y el aire frío bajando por el Ragudo; más arriba las estrellas de monte, tachas del viento.

La plaza, por ocho días ruedo verdadero, apuntaladas las fachadas limpias de derrengaduras con

escaleras y tablones; el casino adargando su última luz tras las talanqueras; en el centro, la

fuentecilla barroca con su canto de agua de cuatro caños recobrando su calaña de abrevadero; la

plaza, acabadas de tocar las diez, ombligo del mundo. Mil quinientas almas y la Raya de Aragón.

Hacia abajo, caídos hacia la mar, por Jérica y Segorbe, los pueblos de Valencia; cuesta arriba, por

Sarrión, el áspero, desnudo camino de Teruel.

El reloj de la iglesia tiene la luna de cara; a todos les baraja el regustillo del miedo con el de la

espera, un no se sabe qué otea por las espaldas; hay menos aire entre las gentes. Las diez y cinco: un

rumor levanta su cola, asoman por los postigos las cabezas de los valientes, ya corren y cazcalean

frente a la casa del notario y la contigua del doctor los que quieren presumir el tipo, puesto el ojo a

las hijas en edad de merecer, agrupaditas en los balcones de los probos funcionarios, con su dote

por delante y el pretendiente detrás, bálano en ristre, manos invisibles bendiciendo la oscuridad. Las

blusas negras de viejos renegridos, que no quieren dar su brazo a torcer por los años, se escurren por

las paredes. La albórbola recibe su corrección inmediata: un murmullo la acalla.

En lo más remoto de su memoria Rafael López Serrador no halla un recuerdo más viejo; de su

niñez es ésa la imagen más cana: el momento en el cual, por las fiestas de septiembre, van a soltar el

toro de fuego; eso, y el ruido del agua viva por la tierra: fuentes, manantiales, acequias.

El toro de fuego siempre ha matado a cinco o seis hombres: un animal bárbaro y terrible, mejor

encornado que «Fávila», que el 89 mató a ocho en Rubielos de Mora; su dueño, a quien los niños

tienen por rico y misterioso, pasea el basilisco de feria en fiesta; algún año, cuando la pez lo ha

dejado cegato, echan el bestión a unos torerillos para que acaben con él. Cuéstales Dios y ayuda,

cuando no corralones, porque el bicharraco sabe ya más que Lepe. El ganadero toma café en el

círculo maurista. Los chiquillos le rodean a prudente distancia: «Ese es, ése es.»

Las vaquillas corren, los mozos las jalean y les dan cantonada; la gente, hombres y mujeres, sale

a recibirlas por la carretera en busca del susto (¡ay, qué susto!), del miedo (¡ay, qué miedo!), de la

topada y del escalo de las rejas de la casa amiga perfectamente determinada de antemano, o del

amparo de las cercas, murallones y albarradas de las veras del camino. Los hombres llevan gayatos

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⏰ Última actualización: Mar 29, 2010 ⏰

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